Antes de nada decir que ayer retomé la escritura de la cuarta parte de mi saga espacial y fue uno de esos días que fluyó increíblemente bien, sin haber pensado antes la escena. Escribir es como todo. Cuanto más tiempo esté en tu mente, más fácil será luego llevarlo a la práctica. Como bien repiten varios de mis maestros, «la repetición es la clave de la excelencia».
Y después de sacar a dos de mis personajes principales vistiendo el uniforme del Cuerpo de Policía Espacial, Sheila no iba a ser menos. La primera imagen que publiqué era algo peliculera, la verdad. Había que bajarla a la Tierra… o al menos, en su caso, a tierra firme. Lo malo de este proceso es que como siga publicando todas las imágenes que me van saliendo así sobre la marcha, es posible que en un futuro dé con una que me parezca mucho mejor y será difícil olvidar las anteriores. Es como cuando tú ya te has hecho una imagen de los hobbits al leer El Señor de los Anillos de Tolkien y luego viene Peter Jackson a ponerles orejas puntiagudas en la trilogía. No digo que esté mal, si se hace bien, pero es peligroso. Sin embargo, en esta época en la que vivimos donde lo visual es tan importante, no queda otra que adaptarse. A estas alturas tenemos versiones para todos los gustos de los personajes de la literatura clásica. Que cada uno se quede con la que más le guste. Por poner un ejemplo, yo prefiero miles de veces más al Sherlock Holmes interpretado por Benedict Cumberbatch aunque viva en una época más moderna, que al de las películas en blanco y negro con incipiente calvicie, representado por un actor llamado Basil Rathbone según acabo de averiguar. Sí, creo que tengo algo en contra de la calvicie… se verá cuando haga la presentación del enemigo de Sheila Craig.
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Dios mío, ¿alguien puede creerse que casi lloro al ver a Kyle en las imágenes creadas por la inteligencia artificial? Como si fuera de verdad un amigo reencontrado después de años y años de separación… Me han dado hasta ganas de abrazarlo. Menos mal que no tenía una imagen muy definida físicamente, o eso creía yo...
Bueno, adelanto que antes de ponerme con Kyle, hice varios intentos con el malo de la película, que ya estaba tardando, pero a ese lo dejaré para el final, que me lo estoy pasando genial, parezco una niña con su primer videojuego. Esta vez me ha costado elegir entre un buen montón de retratos, algunos me recordaban demasiado a Dandelion en la serie de televisión, el bardo compañero de aventuras de Geralt de Rivia, y no, Kyle no es como él, aunque tampoco es el típico policía que va de hombre duro y le sobran como tres kilos de testosterona. Lo reconozco, no me he podido resistir. Si es que cuando digo que esto de jugar con la I.A. es adictivo es por algo. Dos entradas del blog dos días seguidos, creo que esto es inaudito. Pero lo mejor es que me vuelve a entrar el gusanillo de retomar la saga, bastante parada desde hace meses no precisamente por falta de tiempo o inspiración, sino por lo complicado de la trama y los hilos que tengo que empezar a unir en la cuarta parte para que haya algo de coherencia. Y bueno, porque adentrarse en el lado más oscuro de los personajes siempre cuesta emocionalmente, y en ese sentido creo que estoy alcanzando el clímax de la saga. Esta vez parece que hay poca acción, pero en realidad se está removiendo todo a nivel interno. Y en ese removimiento interno mi personaje Erik Shawn tiene mucho protagonismo. Después de él, me encantaría hacer el retrato de Kyle, pero creo que este va a ser más difícil porque en mi cabeza está menos definido físicamente.
Mientras espero a que algún director de cine lea mi saga espacial y quiera adaptar tal obra de arte a las pantallas, me entretengo haciendo uso de las nuevas tecnologías, las cuales, todo sea dicho, dan un poco de miedo. O esa es la sensación que tengo al escribir la descripción de lo que salió de mi cabeza hace unas pocas décadas, pulsar un botón y ver cómo en unos segundos sale en la pantalla una ilustración tan extrañamente similar a lo que siempre imaginé. Buff. Siempre queda bien decir que mi personaje principal en las novelas es mi alter ego. Si dijera que alguna vez he pensado que podría ser yo misma en una futura reencarnación ya me tacharían, como mínimo, de ser una escritora algo excéntrica. Llamar loca pendeja a una artista no estaría bien visto socialmente, por eso lo suavizarían, sobre todo si esa artista ya ha publicado algunas de sus obras, como es mi caso.
La cuestión es que me dan escalofríos. No son ilustraciones perfectas, no. No son al cien por cien como me las imagino. Pero se acercan lo suficiente como para producirme ese erizamiento del vello de los brazos que algunos llaman carne de gallina. Y es lo más cercano a lo que como autora puedo desear: que mis personajes tomen forma real, completamente humana, en el cine. Alguien me preguntó una vez qué actor o actriz escogería para hacer los papeles de protagonistas, en este caso, Ian Olson y Sheila Craig, y siempre fui incapaz de responder. Mi inteligencia natural también parte de ciertas imágenes que van evolucionando con el tiempo, hasta «producir» algo que jamás he visto en la realidad física en la que me muevo (al menos cuando estoy despierta). En La Comarca hay dos tipos de tiempo meteorológico. Cuando baja de 15 ºC es el duro invierno de la zona norte, ese que te obliga a llevar leotardos bajo uno o dos pantalones y te salen sabañones hasta en las cejas, hasta el extremo de tener que amputar dedos (menos mal que por estos lares manejamos la terapia regenerativa). Cuando sube de 20 ºC es el típico verano tropical asfixiante, ese que llevas esperando desde finales de octubre y cuando por fin llega no puedes ni salir de casa porque te torras viva bajo el sol abrasador. Menos mal que por la noche refresca y puedes volver a ponerte el pijama de invierno y dormir con mantita.
Dios, ¿no existe en el mundo un lugar donde haga una temperatura más o menos normalita y las lluvias sean oportunas y reparadoras? En todo caso, a mí el tiempo meteorológico no me detiene, así que pasado el mediodía, después de acabar con mis quehaceres, me dirigí a mi lugar de meditación preferido a la vera de la carretera desde donde contemplo todo el valle y entro fácilmente en éxtasis místico. Por el camino me encuentro una pluma de cuervo y me la pongo en el pelo, considerándola un regalo del universo. ¿Alguien se podría imaginar que una mujer con alma india acabaría renaciendo en un valle que bien me recuerda aquel en el que masacraron a todo su clan? Pues así es. El 8 de abril fue el renacimiento por fin, si hemos de hacer caso a los signos astrológicos. Pasé unas semanas en las que me sentía encajada en el canal del parto, más o menos como el año pasado por estas mismas fechas, pero todo acaba llegando, con más o menos trabajo… Para los nativos norteamericanos las plumas que adornan la cabeza de los grandes hombres se entregan como reconocimiento a los desafíos superados y las hazañas conseguidas. Hoy me siento así, aunque aún quede un largo sendero por recorrer. Así, casi sin avisar, Zen decidió dejarnos y partir al otro lado, al cielo de los gatos que dirían algunos, al mundo espiritual. Un lugar en el que los humanos ya no podemos hacerles daño de ninguna manera: no podemos maltratarlos ni torturarlos para divertirnos, no podemos abandonarlos, no podemos matarlos para comer ni usarlos en nuestro beneficio. Después de la tristeza inicial causada por la separación y el vacío en el alma que siento cada vez que alguien querido se marcha, me alegré por él.
Zen no tuvo mucha suerte en su vida hasta que nos conoció a nosotras, a las dos locas veterinarias y veganas que en su día decidieron escindirse de la profesión más vergonzante del mundo y crear su propio proyecto de rescate y sanación. Zen fue nuestro primer rescatado cuando aún pensábamos que lo ideal era tener una clínica en una pestilente ciudad, y es el ejemplo perfecto de los animales a los que queremos dirigir todo nuestro esfuerzo: los animales huérfanos, los animales más desfavorecidos, los animales aparentemente queridos que de repente se convierten en una molestia, los animales que un día confiaron en el humano para luego ser traicionados y abandonados como un mueble viejo en una mudanza. Un día, hace mucho tiempo, una niña de unos siete años jugaba sola en el aparcamiento al aire libre cercano al edificio de once pisos en el que vivía. Sí, en aquella época los niños de esa edad salían solos a la calle sin miedo, en un barrio obrero en el que aún quedaba algún sentimiento de comunidad. Quizá era una tarde cualquiera, o quizá se había adelantado unos minutos antes de que bajara su familia y se dirigieran a algún sitio de la ciudad, porque la niña no se alejaba mucho del Chrysler 180 color rojo oscuro, propiedad de su padre. A la niña le encantaba viajar en ese coche, con el salpicadero de madera, los asientos de terciopelo oscuro con bolsillos muy prácticos y un peculiar seguro en las portezuelas del que aún hoy puede recordar el tacto al abrir y cerrar. «¿Habéis echado el seguro?», recordaba la voz de papá, siempre, siempre, justo después de montarse en el coche y antes de arrancar.
Por aquel entonces la niña no entendía mucho de coches, pero sabía que el Chrysler era distinto a los demás, no en vano era uno de los primeros que circulaba por España inspirado en vehículos de fabricación americana y apenas había otros modelos en el mercado. Por ejemplo, tenía cambio automático, una rareza ya de por sí, pero con tan poca edad ella ya sabía lo que significaba la P, la D y la R. Eso le hacía sentir especial. Estaba orgullosa de ese coche. Disfrutaba los viajes aun cuando comenzaran a las cinco de la mañana y tuviera que ir apretada en el centro con un niño grande a la derecha, y un niño pequeño y otro mediano a la izquierda. Le encantaba contemplar las estrellas y ver cómo amanecía a medida que el coche avanzaba por la autopista. Con el Nuevo Año Chino, recién entrado ayer, parece que ya se atisba la primavera en el horizonte. Hoy fue el primer día que pude hacer mis ejercicios Shaolín en manga corta, en las inmediaciones de la iglesia de la aldea en la que vivo, posiblemente la mejor localización de toda ella, que por algo es donde los muertos descansan en paz. La visión de las cruces en lo alto del cementerio y el valle al fondo es una imagen ciertamente impresionante que jamás olvidaré cuando me vaya de aquí.
CAPÍTULO 1: PARQUE ZOMBICADO.Nuestras visitas al típico centro comercial —en nuestro caso el más cercano está a cuarenta y cinco minutos en coche (y nunca estaría lo suficientemente lejos)— se empiezan a convertir en una especie de expedición al peligroso mundo incivilizado en el que te puedes encontrar casi con cualquier cosa: familias con niños salvajes y glotones montando escándalos en hamburgueserías sin que nadie pueda protestar porque te acusan de maltrato infantil; individuos sospechosos que te miran desde el coche cuando vas buscando un sitio al aire libre detrás del Media Markt para comerte el único alimento vegano que has encontrado en todo el centro comercial (desde la distancia lo miré con mirada penetrante y aire de guerrera Shaolín y menos mal que siguió su camino); coches BMW en miniatura a 15 euros los tres cuartos de hora para que el bebé se vaya acostumbrando al premio por ser un ciudadano responsable; e incluso pobres almas que a estas alturas van embozaladas por el supermercado, no sea que mueran víctimas de algún virus letal que según la superstición general aún pulula en el ambiente (morirán pero por el virus de la estupidez humana ilimitada, como bien saben mis lectores).
Hay veces, como hoy, que necesito ponerme en bucle la canción de la banda sonora de la película «El piano», titulada «The heart asks pleasure first». ¿Por qué? Porque eso me conecta a las fuertes emociones de otra mujer que vivió en una época no muy lejana en el tiempo. No es que lo haga por gusto, mi propia alma me lo pide cuando necesito hacerlo, y me lo hace saber de la forma apropiada, por ejemplo moviendo ciertas energías en mi interior después de mi sesión de yoga. Por la noche, ya durante mi tiempo de meditación habitual, supe el porqué.
Por suerte aprendí ya hace años a comunicarme con mi alma de esta forma, y aprendí a no luchar, por la cuenta que me traía. En cada vida traemos varias misiones, y aunque podemos desviarnos del camino quinientas veces e incluso a veces salirnos de la vía y estrellarnos de la forma más dramática posible, nuestra alma siempre intentará recordarnos la razón principal por la que vinimos aquí y lo que debemos hacer ineludiblemente antes de volver al hogar. Hoy sé que ciertas cosas van a pasar sí o sí porque es lo que vine a hacer, y es imposible cerrar un ciclo de miles de años sin dejar todos los asuntos perfectamente resueltos. Es como el gran libro de contabilidad de nuestra vida espiritual, aunque la verdad es que yo preferiría que fuera más bien un diario de a bordo en el que no siempre lo que escribes se corresponde a la realidad. |
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