Ya empieza a haber signos del triunfo de la resistencia por todas partes. El virus de la estupidez humana ilimitada sigue haciendo estragos entre la población, pero es evidente que el trabajo bien hecho está dando sus frutos y cada vez hay más miembros que saben de su existencia y se unen para luchar contra él. ¿Por qué si no justo ahora nace el Partido Vegano? ¿Por qué si no, justo ahora, me encuentro esta mañana con esta estupenda fotografía en mi correo personal? El grupo de rock progresivo IQ (sí, justamente del alemán Intelligenzquotient, coeficiente de inteligencia) anuncia su gira, llamada Resistance, para el otoño de este año.
¿Es un mensaje del universo? ¿Es una clave lanzada de grupos resistentes a otros grupos resistentes? ¿Está mi mensaje traspasando las fronteras?
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No es que hoy esté menos hastiada de lo que estaba ayer, ni siquiera iba a escribir, pero al final he pensado en el mejor momento del día 43 de mi confinamiento de mentirijillas, que ha sido ver el microscopio original de Leeuwenhoek (ni siquiera sabía escribir el nombre, he tenido que recurrir al Sr. Google) en manos del Dr. Camacho, y eso me ha animado a comentar un poco.
Yo pensaba que iba a sacar un microscopio más parecido a los de ahora, quizá más pequeñito o rudimentario, pero no ese instrumento tan curioso. Tampoco me podía imaginar toda la historia que hay detrás, cómo Leeuwenhoek se negaba a explicarle a la gente cómo lograba ver las partículas microscópicas. Quizá pensaba que lo tomarían por loco, como siempre pasa con los descubrimientos revolucionarios que nadie más podrá comprender. Y nada sabía de la persecución que sufrió por la comunidad científica de la época, que ya me voy dando cuenta de que la cerrazón de mente es bastante común entre los científicos dogmáticos que no se han enterado muy bien en qué consiste la verdadera ciencia. Hoy me siento cansada. No me refiero a cansancio físico —que de ese también hay— sino al cansancio psicológico que me suele acompañar con frecuencia por vivir en un mundo de mierda. No es la primera vez que escribo sobre esto. Me lo ha recordado alguien anónimo que llegó a una vieja entrada que publiqué años en mi otro blog, llamada «Profundo aburrimiento terrestre», según comprobé en las estadísticas esta tarde. Me pregunté: «¿Qué estaría buscando en Google este individuo anónimo para llegar a esa entrada? ¿Se sentirá igual de profundamente aburrido que yo? ¿También deseará que los viajes a Marte sean pronto una realidad para poder irse lo más lejos posible de esta humanidad?» Bueno, al menos espero que por un instante se haya sentido menos solo. Quizá en el futuro nos encontraremos en esa nave espacial que se perderá en los confines del universo para no volver jamás…
Es un cansancio que más se parece a hastío que a otra cosa. Es pura apatía. Es un «Me resultáis muy, pero que muy cansinos». Es un «Para que me bajo» pero no como si fueras en un autobús en marcha, sino como si estuvieras a punto de vomitar en lo alto de una montaña rusa. Es más bien un «No os aguanto más», un «Méteme algo en vena y acaba con este sufrimiento, por lo que más quieras». Es un «Idos todos al carajo, no tenéis arreglo y no lo vais a tener nunca». «Hay más individuos resistentes de lo que parece», había afirmado todo convencido el conductor del taxi que me llevaba a la sede de un grupo disidente que yo desconocía y que pretendía estar en mi mismo bando. Lo dudaba… Esto ya lo había vivido antes, cuando me hice vegana y me empecé a encontrar bienestaristas por todas partes que creían ser veganos y no lo eran.
O quizá iba a ser verdad que vivía en una realidad paralela. ¿Más individuos resistentes de lo que parece? ¿Y dónde se escondían los cabrones? Porque yo llevaba toda mi vida siendo la friki en todas partes… La empollona, la lista, la sabelotodo, la intelectual, la que leía libros raros que nadie conocía, la que entraba en tiendas de cómics y todos se me quedaban mirando, la solitaria que no tenía amigos porque eran una panda de traidores... La lealtad siempre fue uno de mis mayores valores, desde mucho antes de llegar a la edad de la razón, como la llaman algunos, y además no iba conmigo eso de celebrar los cumpleaños robando purpurina en grandes almacenes. Yo era más de leer Miguel Strogoff, tres veces seguidas, y después montarme la película con los clicks de Playmobil, incluyendo los accesorios con palillos y plastilina para el látigo de tres lenguas con alambres retorcidos en las puntas. También fui la alabada por varios profesores, uno porque se creía que iba a una academia después de clase —ni se podía imaginar que mi alto nivel de inglés era por escuchar música con las letras delante para cantar—, otro porque se pensaba que mis notas altas en filosofía se debían a mi gran interés por la asignatura y no a mi gran memoria… No, la filosofía siempre me aburrió porque todas las preguntas que se hacían en clase ya tenían respuesta en mi cabeza, que después de Platón se ve que el BHS-V ya existía porque la inteligencia empezó a declinar incluso entre los filósofos. Y luego estaba el director, claro, el que se creía que por ser callada y tener fama de estudiosa iba a obedecer todas sus normas despóticas, aún recuerdo su sonrisita sádica mientra llamaba a mi padre por teléfono… El caso es que llevaba décadas buscando signos de inteligencia por el mundo y los que habían encontrado eran pocos y muy dispersos. Ser inteligente es una cualidad que te hace sentir muy solo en el mundo. Pasan los días y ahora sí que alcanzamos la cuarentena… o sea, hace cuarenta días que se declaró el estado de alerta sanitaria, el día que el máximo intento de engaño que he conocido desde que nací (me refiero a la última vez que nací) comenzó. A estas alturas creo que hay mucha gente que ya sabe que está siendo engañada, así que empieza a hacer la misma vida que hacía antes, aunque tenga que correr a cien kilómetros por hora por la orilla de una playa escapando de un policía a quien le vendría bien ir al gimnasio con más frecuencia. Que a ver, el ciudadano medio no tiene muchas luces, pero creo que cualquiera con un mínimo de (in)formación sabe que andar por una playa vacía no contagia el virus a nadie, especialmente si el virus no existe, que yo aún no lo tengo claro y eso que sé alguna cosilla de virología...
Me ha sorprendido escuchar a un epidemiólogo diciendo que internet es la principal razón por la que el miedo se ha extendido como la pólvora por todo el globo. Creo que no se equivoca. Internet no es más que el equivalente al patio de vecinas que siempre ha existido en todos los barrios, solo que ahora los rumores y la desinformación llegan a millones de personas en lugar de a las diez viviendas de la comunidad. El poder lo sabe y lo utiliza como un arma más. Pero lo que más me gustó del epidemiólogo fue lo que dijo al final del vídeo, algo así como: «Yo siempre encantado de poder ayudar a la gente a entender cómo funciona una epidemia, pero encuentro que es muy difícil hacerse oír». Ahí me he sentido identificada. Como ahora hay millones de personas soltando gilipolleces al unísono en internet, es francamente difícil, por no decir imposible, discernir dónde está la información de calidad, y si tú eres el mensajero, normalmente la gente se piensa que tú eres un gilipollas más del montón, y no tienes forma de explicarles que tu mensaje es distinto y no viene de la charlatanería, sino de conocimiento del bueno, del contrastado, del que surge después de años y años estudiando algo. Al final la pepita de oro se pierde entre tanta gravilla. Además estamos hablando de conocimiento muy especializado. Las palabras técnicas no transmiten nada a nadie y aunque lo parezca normalmente la gente no entiende nada y solo te creerá si tienes suficiente carisma, eres guapo o guapa, o le prometes que conseguirá algo muy fácil a muy bajo coste. Es triste pero así es como funciona la mente humana. Me resulta muy curioso que en estos tiempos modernos la mayoría de la gente piense que todas las verdades vienen de la comunidad científica, y jamás reparan que los científicos se limitan a dar sus opiniones sobre datos que ellos mismos obtuvieron con métodos muy discutibles en muchos casos. Si esas opiniones difieren, escogerán creer la del científico más guapo, más carismático, el mejor respaldado por una revista científica quién sabe con qué criterios o la que case mejor con sus propias ideas. Y a eso lo llaman realidad. A algo que no tiene ninguna diferencia con la fe. La luz solar me cegó momentáneamente al poner los pies fuera del recinto penitenciario. Maldita miopía… hasta aquella empleada de la óptica me lo dijo una vez, que entrecerraba los ojos como si todo el mundo fuera un destello brillante en mi retina. Saqué las gafas de sol y me las puse para disminuir la molestia. No. Por suerte, esta vez, en esa inmunda mazmorra… quiero decir, celda, había luz artificial regulable por las noches, para poder leer en la tableta sin que me deslumbrara la pantalla y sin molestar a mis compañeras prisioneras.
Sonreí al recordarlas. Me habían despedido haciéndome un pasillo de honor y dirigiéndome miradas de complicidad según arrastraba mi maleta con ruedas hasta el puesto de control. La notificación del juzgado me había llegado un par de días antes. Debido al estado excepcional de alerta sanitaria, con todos los jueces en cuarentena y prohibidos los juicios por videoconferencia, no se habían podido demostrar los cargos que se me imputaban. Además no había PCR para detectar el virus de la estupidez humana ilimitada, o BHS-V, tal y como ya lo había bautizado (del original en inglés, «boundless human stupidity»), y pensaban que me lo había inventado todo. Un síntoma más de la estupidez humana ilimitada… Mientras esperaba el taxi que me llevaría a casa, me pregunté qué haría ahora con mi vida. La gente seguía encerrada en sus casas, seguían temiendo algo que no existía, y seguían acudiendo a los supermercados en masa con una histeria creciente. Aparecían mascarillas por todos los sitios —seguramente compradas en el mercado negro farmacéutico de mascarillas a 5 euros la unidad— y muchos se las ponían sin saber que así se reducía la cantidad de oxígeno que les llegaba a los pulmones, que era la causa final de la muerte en los afectados. Sacudí mi cabeza con una mezcla de tristeza e impotencia. Ojalá pudiese explicarles a toda la humanidad el punto 1 de cómo resistir al BHS-V: apagad de una vez esas malditas teles, me cago en todo lo que se menea… «¡Ánimo, que queda poco!» Dicen los ingenuos por ahí…
No, amigos, aún no os habéis enterado de qué va esto. Este es el capítulo 1 de la distopía del siglo XXI que han creado para nosotros. Cuando decidan que la falsa pandemia ya no hay quien la sostenga por ningún lado, las curvas esas que representan falsos números de muertos empezarán a descender mágicamente, gracias a las nuevas directrices de la OMS (Organización Mata Sanos) para contabilizar quién está infectado, quién enfermo y quién es un cadáver con o por coronavirus o por la madre que le parió. Los gobiernos nos harán creer que el peligro ya pasó, aunque seguiremos teniendo en el ambiente los mismos millones de virus, bacterias, hongos y otros microorganismos que ya teníamos antes, además de muchas partículas contaminantes y ondas de todo tipo cuya existencia no quieren que conozcamos porque son las que producen enfermedad y muertes de verdad. Pero lo importante es que nosotros creeremos que el peligro ya pasó y que ahora tenemos que seguir trabajando, dando gracias a Dios, a Buda o al universo —según las creencias de cada uno— de seguir vivos. Lo haremos doblemente empobrecidos y asustados de cojones, pero lo haremos porque no tenemos más remedio que alimentar a nuestras familias con algo. Y estaremos tan felices por la vuelta a la (infra)normalidad, que nos dedicaremos a celebrarlo con rondas infinitas de cerveza, comilonas en los restaurantes donde abundarán los productos animales (por supuesto) y viendo partidos de fútbol, ya sea en los estadios o en nuestras casas. Y muchos hasta harán cola para ponerse la vacuna contra el peligroso Covid-19, vacuna que no necesitan porque es muy probable que ya estén inmunizados naturalmente. Tal vez lo de hacer cola en el supermercado era para entrenarnos y que no protestemos tanto cuando hagamos cola —felices y contentos— en los centros de salud. Otros habrán encontrado un nuevo oficio: el de espiar a los vecinos y pasar a la policía un informe completo de sus movimientos y las veces que habló en contra del gobierno o se atrevió a saltarse una norma ridícula de convivencia. —Como veo que el punto 1 lo habéis entendido rápido, vamos a pasar al punto 2. Señalé con el puntero la línea correspondiente de la lista y cogí aire. Sabía que este apartado de la charla iba a ser un pelín más complicado de explicar. —Una vez que os habéis librado de los grandes medios de comunicación, que no hacen más que vomitar mentiras, tenéis que aprender a pensar por vosotros mismos. Muchos piensan que hay que estimular el sistema inmune para hacer frente a los virus, pero eso no funciona con el virus de la estupidez humana ilimitada. Con este peligroso y tan extendido virus solo funciona una cosa: aprender a usar el cerebro. Sí, el cerebro es ese órgano entre gris y blanco que todos tenéis en el cráneo, aunque en algunos de vosotros cueste creerlo… He de deciros que en general es un órgano muy sobrevalorado, no sé por qué razón la gente en general tiende a verlo como algo más que un hígado o un pulmón, cuando en realidad la única diferencia es que en vez de organizar hepatocitos o células pulmonares, organiza pensamientos. Algunos hasta piensan que produce la consciencia, que ya hay que estar ciego… Me había entusiasmado tanto con este fragmento que no me di cuenta de que a algunos de mis oyentes les colgaba la mandíbula inferior y parecían hipnotizados con mis palabras. «Mierda», pensé. «No quiero que se crean todo lo que diga sin rechistar. Quiero que piensen por sí mismos… aunque por otro lado, esta es una buena oportunidad para detectar quién es resistente al virus de la estupidez humana ilimitada y quién no. ¿Hago una prueba?» Fue casi un reflejo instantáneo. Me callé y pregunté:
—¿Todo bien hasta aquí? ¿Estáis todos de acuerdo con que el cerebro no produce la consciencia? El silencio era sepulcral. Hasta se oía volar a una mosca que se había colado por los barrotes de las ventanas. Felipe el de los alunizajes levantó su dedo índice. —Dime, Felipe. —Hmm… eso explicaría por qué un sujeto en parada cardiorrespiratoria, a quien le hacen las maniobras de resucitación cardiopulmonar, mientras está del todo inconsciente y con la línea del electrocardiograma totalmente plana (es decir, no hay ondas P, ni complejo QRS, ni onda T, ni nada de nada), puede contar luego que vio a sus parientes fallecidos y un túnel blanco por el que deseaba pasar, para después encontrarse con un ser de luz que le dijo que su hora no había llegado y que debía volver a la Tierra… Sonreí sin que se me notara mucho. Qué bueno era Felipe. Yo sabía que había tenido poca suerte en la vida, para acabar en la cárcel, pero ya tenía pruebas de sobra que me decían que su coeficiente intelectual era la hostia de alto. —Sabía que tú lo entenderías a la primera, enhorabuena. ¿Qué hay de los demás? ¿Alguna duda? La intervención de Felipe animó a sus compañeros a compartir sus experiencias personales sobre sueños de anunciación, recuerdos anteriores al nacimiento y experiencias extracorpóreas… Todos habían permanecido callados porque pensaban que les tomarían por locos en un mundo infectado por el virus de la estupidez humana ilimitada, donde la gente tendía a creerse todo lo que les contaban en la escuela y lo que escribían los científicos en sus papers, como si fueran las Tablas de la Ley de Moisés. Ahora empezaba a entender por qué habían acabado todos en la cárcel, como yo… En mi mente apunté una de mis primeras hipótesis sobre la patogenesia del virus de la estupidez humana ilimitada: el primer contacto con las partículas infecciosas se produce en la infancia, y puede que los individuos resistentes muestren una particular rebeldía que los padres y profesores etiquetarán de diversas maneras, como «Su niño es un diablillo, Sr. Fernández, no para quieto un segundo y le baja los pantalones al profesor de matemáticas en cuanto se da la vuelta». Tener una curiosidad infinita y hacer muchas preguntas en clase nunca te llevaba muy lejos en el colegio, creí recordar (que una ya tiene cierta edad)… como mucho, te llevaban al despacho del director, o, si eras realmente resistente… al correccional. De repente, sentí un escalofrío. Me sorprendí al ver tantos compañeros presos en el aula. Ni siquiera el último tema que se había tratado en una conferencia —algo sobre cómo ganarse la vida sin delinquir— había generado tanto interés. Me acerqué a la tribuna y esperé a que guardaran silencio. La última en entrar fue la funcionaria de prisiones. Cerró la puerta (con llave para que no se escapara nadie, claro) y se sentó en el pupitre vacío más cercano a la salida. La miré esperando nuestra señal y me guiñó un ojo. Eso significaba que todo estaba listo y que nadie nos molestaría.
En la pizarra blanca había escrito con rotulador cuáles eran los puntos a tratar en la charla:
Ya había reparado en que muchos miraban extrañados la lista y esperaban que el compañero de al lado supiera algo de lo que estaba pasando allí, pero no se atrevían a hablar, no fuera que acabaran haciendo horas extra en la lavandería. Finalmente uno de los jóvenes con tatuaje del fondo se atrevió a levantar con timidez su mano. Le di permiso para hablar. —¿Pero no nos has hablado ya de todos esos puntos? ¿No íbamos a aprender cosas nuevas hoy? Yo ya he incorporado el hummus a todas mis comidas… siempre que el cocinero anuncia que hoy hay garbanzos en el menú. —Pues yo escribí una carta al zoo pidiendo que dejaran de criar animales no humanos para exhibirlos al público, que de conservacionistas no tienen nada… —¡Yo posteé en un grupo de Facebook un artículo entero sobre bienestarismo! —¡A mí me llamaron francionista, como usted predijo, señorita! La última exclamación provocó un coro de risas en toda la sala. Yo me sentía satisfecha por todo el trabajo que llevaba hecho en estos días de encarcelamiento. Nunca mi labor de activista había llegado tan lejos. Había ido eligiendo a mis alumnos con mucho cuidado. Como yo, la mayoría tenía condenas cortas que estaban a punto de cumplir, y pronto habría una nueva legión de nuevos veganos por las calles. Veganos bien formados, por supuesto, no como el 90% de los que se dicen veganos. También había ido descartando a los poco inteligentes, por ejemplo, todos los que me enseñaban los dientes y me decían que eran carnívoros. Esos se merecían condenas eternas… pero en el infierno. Les sonreí y les pedí que me atendieran. Hoy he tenido otro de mis momentos de absoluta felicidad durante este estado de alerta sanitaria. Fue mientras estaba tomando el sol en la terracita de entrada a la casa, en manga corta y pelando mis cacahuetes, mientras escuchaba «Script for a jester’s tear» de Marillion. Esta es una de esas canciones que ya puedo escuchar miles de veces, que cada vez me admira más. Es una obra de arte a la que siempre sacas matices nuevos, empezando por las siempre enrevesadas letras de Fish, más si el inglés no es tu lengua nativa y necesitas leerlas varias veces para entenderlas bien. Como nadie me podía oír me puse a cantar. O, al menos, yo no podía saber si alguien lo estaba haciendo, que entonces me corto y empiezo a cantar bajito. Y entonces descubrí un nuevo placer en mi vida, que es el de cantar rodeada de árboles, en plena naturaleza, sintiéndome libre de verdad a pesar de que nos quieran convencer de que nuestro destino es ser prisioneros hasta que ellos digan los contrario.
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