Quedaba poco para oscurecer cuando Haldor hundió las botas en el barro que cubría el camino. Las huellas que habían dejado las ruedas de los carromatos se perdían en la distancia. Con las lluvias los transeúntes habían corrido a refugiarse a sus casas, y las primeras luces rojizas se habían encendido tras los cristales de las ventanas. El aprendiz de hechicero miró hacia el cielo por debajo del borde de su capucha. Las nubes seguían allí, grises y pesadas. A él nunca le había importado la lluvia, pero sentía los pies doloridos y sobre todo mucha sed.
El edificio que hacía de posada, con su perfil asimétrico, las maderas astilladas y quejumbrosas, el vidrio opaco y polvoriento, no invitaba precisamente a entrar. Además ya conocía su interior, por haber descansado allí en el pasado. Un humo gris se infiltraba en todos los rincones; el sonido incesante de vasos, platos, cucharas y voces humanas hacía imposible cenar en paz; y las continuas distracciones le impedían hallar el sosiego dentro de sí mismo. Si se dirigía allí era solo por necesidad. Y porque un buscador requiere de vez en cuando el contacto con la materia burda, para no perderse demasiado en su búsqueda.
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El anciano Hathaur se hallaba en estado contemplativo junto al fuego cuando la puerta se abrió de par en par y una fría ráfaga de viento hizo oscilar las llamas. Sin abrir los ojos, Hathaur oyó que alguien entraba pisando con fuerza y dejaba caer algo al suelo. Percibió inquietud, impaciencia, algo de ansiedad. Una mirada inquisitiva escudriñando los rincones. Una voz familiar interrumpió su calma mental.
—¿Maestro? ¿Estás despierto? El anciano se agitó y abrió los ojos, perdiendo su visión interna de la realidad. Gruñó por lo bajo y buscó su bastón para poder incorporarse. Antes de que se levantara, Haldor descorrió la raída cortina y se apresuró a ayudarle. —Muchacho… no te esperaba hasta mañana. —¿Sabías que venía? —El hijo del molinero te vio hace un par de días. Dijo que no parecías tener prisa. —Dijo bien. Parecía… Apoyándose en su discípulo echó a andar y juntos llegaron a la sala. Haldor arropó a su maestro con una gruesa manta y ambos se sentaron sobre las pieles, justo debajo de la calavera con cornamenta de antílope suspendida del techo. Hubo un momento de silencio. Había tal torbellino de pensamientos en la mente de Haldor, que a su maestro le fue imposible discernir la causa exacta de su visita. Aunque ya hacía tiempo que no convivían, Haldor no se alejaba mucho. Con frecuencia necesitaba escuchar de los labios de otra persona las enseñanzas que ya estaban en su corazón. Haldor fue directo al grano. —No estoy seguro de que el mundo exterior esté hecho para mí. Hathaur dio un respingo. No se había sacudido aún del todo el sueño. Miró a su discípulo y lo observó con detenimiento. Vio una sombra de preocupación en su frente y señales que le decían que no había dormido bien últimamente. |
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