Este fin de año se está sintiendo más que nunca como un verdadero solsticio de invierno, el Yule de los celtas, un fin de ciclo. Desconocía que durante este período los celtas quemaban el tronco de un árbol, un ritual parecido al de las hogueras de San Juan (solsticio de verano). Reflexionamos sobre lo que hemos hecho durante el año, dejamos atrás lo que no nos sirve y renacemos espiritualmente con nueva esperanza. Para mí se acabó todo. Se acabó la familia, se acabó la pareja, se acabó la vida preprogramada que alguien quiso que viviera sin ni siquiera preguntarme, se acabaron las falsas promesas, y se acabó sobre todo la complacencia. Resumiendo: a tomar por culo todo. Pero esta vez de verdad. Y en su lugar construiré lo que realmente quiero YO en mi vida. No es que no haya empezado ya, pero quedaban algunos lazos que cortar, esas ataduras de apego que al final son el mayor lastre que arrastras durante años, pensando que la esperanza que depositas en ellos se convertirá un día, como por arte de magia, en la cristalización de tus sueños. Y van pasando los años y es como el juego de la oca malvada, que no importa el esfuerzo que pongas en ello, siempre acabas volviendo a la casilla de salida o, si te descuidas, te emparedan en una prisión de por vida, y lo peor es que pasas temporadas que hasta piensas que ahí se está a gustito, porque de vez en cuando entra un rayo de sol entre las rejas de la ventana y te traen un mendrugo de pan para comer.
Pero ya está, ya se acabó. El túnel de salida de la prisión esta casi finalizado, soy como el protagonista de «Cadena perpetua», la constancia tiene su recompensa y muy pronto me escabulliré, conseguiré lo que llevo anhelando desde los años 60, al menos: Freiheit. Libertad para hacer lo que me plazca, libertad para decidir dónde quiero mi casa, cómo la quiero, quién va a entrar en ella y quién no (felinos todos bienvenidos, humanos casi ninguno), y eso no se limita a objetos sino también a la energía.
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Leyendo «The holy road», la segunda parte de la novela «Dances with wolves», lo que menos me podía esperar era la descripción con todo detalle de uno de los primeros mataderos, las famosas líneas de matanza que luego inspiraron a Ford para producir coches de la misma manera tan eficiente.
Un jefe indio comanche, en su primera visita a una gran ciudad poblada por blancos (Washington) siente curiosidad por saber cómo los blancos producen carne, y lo que ve allí le horroriza, a pesar de que supuestamente los indios están habituados a la caza y a la guerra. Sin embargo, no comprende cómo un blanco puede lanzar cuchilladas a la cara de un cerdo, a causa de la ira que le produce una burla de un compañero. En lugar de degollarlo directamente, se ensaña con él, lo trata «como a un enemigo», según describe el jefe indio. No rezan por esos animales que matan, no sienten ningún respeto, no parecen darse cuenta del miedo reflejado en sus ojos, el mismo que el jefe indio ha visto en las mujeres que mueren dando a luz o en guerreros caídos en la batalla. Desde que volví de Asturias a la gran cloaca me siento como esos indios que veían a los blancos invadir su tierra y siento la misma impotencia que debían de sentir ellos. Me siento como una salvaje extraña que ya no sabe cómo va a recuperar la verdadera humanidad. Somos parte de una civilización deplorable que va camino de la autodestrucción, pero unos permanecen ignorantes a la esclavitud animal, otros no quieren reconocer que ellos mismos son esclavos de esta sociedad, y la gran mayoría permanece ciega al monstruo que creó esta civilización de egoísmo y muerte, un monstruo que ya existía en tiempos de los indios americanos y que sigue avanzando inexorablemente. A la niña india la mataron hace siglos, cuando masacraron a toda su familia y ella fue rescatada por uno de los pocos blancos buenos que había. Creo que jamás se recuperó. She's inside me, and she's crying. Nunca pensé que fuera a decir esto. Pero sí, la echo mucho de menos... bueno, quizá no la «Filosofía» como asignatura en el colegio, pero sí filosofar. O sea, sentarme en una calurosa noche de verano en la terraza con quien quiera que me esté acompañando, y ponerme a hablar de la vida, de la muerte, del mundo, del futuro, del pasado, de las estrellas, el universo, los extraterrestres, de cosas que dan miedo como los políticos, en fin... pues eso. Filosofar. Sin ningún propósito claro. Y después, poder irme a la cama con una sonrisa de satisfacción en mi rostro. Seguro que no llegamos a ningún sitio, pero da igual, lo importante es que pasamos un buen rato fantaseando, charlando, soñando.
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