Capítulo 1. Era el primer día de trabajo para Leuche después de sus largas vacaciones. Como siempre, atravesó el pasillo que llevaba a las oficinas, raudo como un transbordador espacial, y se detuvo justo delante de la puerta donde ponía «Ángel de la Muerte nº 3176-80». Ya iba a golpear el cristal con los nudillos cuando pensó que era mejor comprobar primero en qué estado de ánimo se hallaba hoy su jefe, Tot. A través de las rendijas que dejaba la persiana podía ver que no había soldaditos encima de la mesa. Sin embargo, mantenía la mirada perdida en el horizonte… bueno, la pared, para ser más exactos. Se concentró levemente y se sintonizó con su pensamiento. ¡Hostias! Si estaba conversando telepáticamente con alguien… y encima, era con Han, el guía espiritual de Leuche… y encima, ¡hablaban de él! Acercó más la oreja a la puerta. O sea, lo que fuera que tenía ahora en lugar de orejas. —Que se le ha metido en la cabeza que quiere reencarnar para ayudar a los animalitos, que no es joda… broma, quiero decir. ¿Qué mosca le ha picado? ¿No se da cuenta de la responsabilidad que le une al Departamento de los Ángeles de la Muerte y que no puede cambiar de plano así como así, cada vez que se le antoje, y por causas cada vez más insignificantes? ¿Se cree que está en la carrera espacial por ver quién evoluciona antes espiritualmente o qué le pasa? Tot hablaba profundamente alterado. Leuche no entendía qué podía afectarle tanto. Por fortuna, el bueno de Han le respondía con toda la paciencia del mundo. —Creo que se llama mosca del veganismo, pero creo que deberíais contactar con algún especialista del Departamento de Protección de Almas Animales, son los que llevan el tema. —¿Deberíamos? ¿Cómo que «deberíamos»? A mí no me metas en esto… —No lo digo yo, son órdenes de Arriba. —¿De quién dices? Quiero que vuelva Harry, él no daría su consentimiento… —Harry está en un curso de especialización en una galaxia muy distante, sabes que no va a estar disponible durante un tiempo y ahora yo le sustituyo, así que acostúmbrate. —¿Que me acostumbre? Si al menos fueras un tipo decente con pajarita en lugar de un melenudo rubio… —Tot. Un poco de respeto hacia tus mayores. Tot refunfuñó y devolvió su mirada a la pared. Sabía por experiencia que discutir con guías espirituales era una tarea infructuosa, aunque nunca dejaba de intentarlo. Después, sus dedos comenzaron a repiquetear sobre la mesa del despacho, más por mala leche que por nerviosismo. Desde que ese Leuche había llegado al departamento solo se veía metido en líos y más líos… vale, reconocía que nunca antes en su larga y aburrida trayectoria como Ángel de la Muerte se había divertido tanto, pero hombre, ¿ahora esto de los animalitos? ¿Es que no tenían ya suficiente con las tropelías que cometían los humanos contra otros humanos? Solo esperaba que a Leuche no se le ocurriera como tarea extra hacer un walk-in en un puerco para experimentar la vida y muerte en una granja… —Pues no vas desencaminado. Tot casi sintió su energía pulsátil que venía del centro del pecho detenerse y minimizarse hasta que casi sintió que se iba a desintegrar y dejar de existir… De pronto comenzó a toser, o, al menos, a hacer algo que se le parecía. —En serio, dime que esto es una pesadilla y voy a despertar en tres, dos, uno… No, no despertó. Y entonces reparó en la figura de Leuche, con el brazo en alto y agazapado detrás de la puerta. Maldito. Cien veces maldito. Se despidió de Han con un «Te dejo» y transfirió un poco de su energía mental a la puerta para que esta se abriera con un chirrido, igual que en las películas de terror. «Ñiiiiiiiccccc.» Leuche se irguió con dignidad y entró en la oficina con paso vigoroso, mirando su reloj de pulsera y sonriendo ante su puntualidad. Le dio los buenos días a Tot, dejó su abrigo tres cuartos estilo época victoriana en el perchero, se quitó el sombrero de copa y tomó asiento tras su nueva mesa de oficina. Por fin le habían puesto una y ya no tenía que sentarse en la silla de los invitados. —¿Algún encargo? —preguntó. —No, de momento la mañana está tranquila. Leuche cogió el periódico y lo abrió para echarle un vistazo a las esquelas. Le hacía ilusión cuando reconocía a alguien entre los difuntos y recordaba su cara de sorpresa cuando volvían a revivir. Pero al mismo tiempo notaba la mirada de Tot fija en su cocorota. «Esto es la calma antes de la tempestad», pensó. Conocía muy bien la sensación después de navegar en unos cuantos barcos… De pronto Tot carraspeó. —¿Puedo hacerte una pregunta, Leuche? —Claro, Tot. —Lo que decías el otro día de reencarnar para hacer algo para los animales… ¿lo decías en serio? —Nunca antes he hablado tan en serio. —¿Y no te parece que hay cosas más importantes sobre las que preocuparse en el mundo terrenal? —No. En todo caso, hay otras cosas de las que preocuparse. Pero yo en concreto ya me he ocupado bastante de muchas de esas otras cosas, y he decidido que ahora es el turno de los animales. Son los grandes olvidados por la humanidad. —Y, exactamente, ¿qué es lo que piensas hacer por ellos? —Dejar de explotarlos. Me consta que desean vivir en libertad, como todos nosotros. Y desde que la Tierra sufre tal incremento en la población (bueno, a decir verdad, desde que los humanos empezaron a domesticarlos), la situación se ha vuelto insostenible para ellos. Ya no los respetan. Ya ni siquiera dedican una oración a los dioses antes de matarlos. Se piensan que son cosas. Y ya estoy hasta la… —¡Whoa! Hey, para un poco… ¿De dónde has sacado todas esas milongas? —De ningún sitio, Tot. Es lo que vi en mis últimas vidas. Fui vaquero en el Oeste, ¿sabes? Y siendo solo un niño me obligaron a hacer barbaridades con los terneros… Fui a hablar con ellos hace poco, para pedirles perdón, y me dijeron: «Si quieres hacer algo por nosotros, vuelve a la Tierra y haz que las cosas cambien». Tot se había quedado con sus ojos abiertos como platos. «Esta es la razón por las que no deberíamos tener vacaciones. Así no se nos meterían tantas tonterías en la cabeza», pensó.
—¿Me vas a ayudar? ¿O vas a escurrir el bulto como has hecho otras veces? Tot le dirigió una mirada furibunda a Leuche. —Yo nunca dejo tirados a mis amigos. —Ya. Eso lo veremos… (continuará...)
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