Quedaba poco para oscurecer cuando Haldor hundió las botas en el barro que cubría el camino. Las huellas que habían dejado las ruedas de los carromatos se perdían en la distancia. Con las lluvias los transeúntes habían corrido a refugiarse a sus casas, y las primeras luces rojizas se habían encendido tras los cristales de las ventanas. El aprendiz de hechicero miró hacia el cielo por debajo del borde de su capucha. Las nubes seguían allí, grises y pesadas. A él nunca le había importado la lluvia, pero sentía los pies doloridos y sobre todo mucha sed. El edificio que hacía de posada, con su perfil asimétrico, las maderas astilladas y quejumbrosas, el vidrio opaco y polvoriento, no invitaba precisamente a entrar. Además ya conocía su interior, por haber descansado allí en el pasado. Un humo gris se infiltraba en todos los rincones; el sonido incesante de vasos, platos, cucharas y voces humanas hacía imposible cenar en paz; y las continuas distracciones le impedían hallar el sosiego dentro de sí mismo. Si se dirigía allí era solo por necesidad. Y porque un buscador requiere de vez en cuando el contacto con la materia burda, para no perderse demasiado en su búsqueda. Buscó su rincón habitual y pidió su cena, tan sencilla como siempre. Por suerte el hospedero ya sabía que no hablaba mucho y le bastaba un movimiento de cabeza para entender lo que quería. Mientras esperaba el guiso caliente mordisqueó un pedazo de pan, calmó su sed con la jarra de agua, y observó lo que le rodeaba. No había nada nuevo. Unas jóvenes flirteaban sin rubor alguno con mozos sentados a la mesa comunal, compartiendo todos ellos el vino que les reponían cada poco tiempo. Un hombre solitario garabateaba algo en un papel, mientras daba bocanadas a una pipa que parecía extraída de un tesoro de piratas. Un grupo de tres mujeres de distintas edades cuchicheaban y reían, divirtiéndose después de un duro día de trabajo en el campo. Otros hombres discutían cerca de la barra. Las conversaciones variaban. No podía seguirlas todas, ya que el alboroto reinante confundía las palabras en sus oídos, pero sí que entendía lo suficiente como para saber que eran demasiado mundanas para él. Le aburrían profundamente. El hospedero le trajo la escudilla y una cuchara. —¿La misma habitación para esta noche? —preguntó. Pero Haldor, fija su mirada en el cliente que escribía, apenas había reparado en él—. ¿Señor? Haldor alzó la cabeza y miró al dueño de la posada. —Sí, la misma. Se sentía exhausto. El caldo caliente pareció reanimar sus miembros, pero su mente siguió vagando, sin poder centrarse, atenta a los murmullos, pero dejándose transportar como en un sueño.
Nadie había reparado en él. Era irónico, porque él siempre había huido de las multitudes (por instinto de supervivencia) y siempre había creído que tenía que disfrazarse para pasar desapercibido. Sin embargo, los humanos ya se autoengañaban ellos mismos, y veían solo lo que querían ver. Unos solo verían un peregrino hambriento. Otros, un viajero que deseaba descansar. Incluso si llegaba a hablar a alguien, había aprendido a responder según lo que su interlocutor esperaba encontrar en él. La intuición —que había aprendido a manejar como nunca habría imaginado poder hacerlo— se lo ponía fácil ahora. ¿Era un vendedor ambulante? ¿Un monje en busca de experiencias místicas en el interior de una cueva? ¿Un astrólogo? ¿Un recolector de hierbas? ¿Un experto sanador? ¿Un pretendiente para su hija? ¿Un compañero de viaje? ¿Un embaucador? Todos parecían ya saber quién era con solo mirarle, pero en realidad ninguno era capaz de pasar la barrera de lo físico. «Es ese loco sin oficio conocido que afirma poder predecir la muerte». «Estuvieron a punto de matarlo a pedradas cuando lo de las aguas ponzoñosas». «Un mago oscuro, eso es lo que es». Una vez que se habían formado una opinión mental de él, ya era imposible cambiarla. Era tan, tan fácil, juzgar. Así que él se adaptaba a lo que percibía de ellos. A veces deseaba aplastarlos con su dedo, como haría cualquier humano con una hormiga. Eran una plaga en la Tierra. Nacían, crecían, se reproducían y morían, sin haber aportado nada bueno a la naturaleza, sin preguntarse nada que trascendiera lo material, quejándose continuamente como niños pequeños. Él estaba en contra de la violencia, y jamás faltaría a sus propios principios. Eso no le impedía sentir que compartía espacio con seres inútiles, incapaces de ver más allá de sus propias narices. Ser invisible es fácil. Di lo que quieran oír. Ríe sus gracias. Finge que te importa algo de lo que dicen. Llévales la contraria un día, si te sientes con ganas de jugar. No notarás la diferencia, porque jamás te escuchan. Tendrán todas las respuestas al alcance de su mano, pero preferirán las mentiras reconfortantes de un predicador, de un alquimista o de su propia mente prisionera de prejuicios construidos a lo largo de años y años. Si quieres pasar desapercibido, apaga la luz que brilla en tu corazón, y vuelve a las sombras de las que surgiste. «Demasiada luz deslumbra a los no iniciados», recordó las palabras de su maestro. «Brilla solo lo suficiente, sin quemar, como el sol en una fría mañana de invierno». Era más práctico ahorrar energía para cuando la necesitara de verdad. Y por eso no se mezclaba con nadie… si es que estaba en su mano poder evitarlo.
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