[Se recomienda leer previamente: Visitando a un condenado.] Haldor no lo oyó llegar. Había apilado y apartado a un lado los platos para que el tabernero se los llevara, y cuando volvió a alzar la vista, ahí estaba: un hombre que se había autoinvitado a la cena, aunque ya no quedaba nada por compartir. Apoyaba los codos sobre la mesa y le miraba fijamente. Sus anchas muñequeras de cuero, bien apretadas con cordones, le hacían pensar en un cazador. Llevaba su largo y áspero cabello castaño recogido de alguna forma a la altura de la nuca, pero no veía cómo. No llevaba ropas demasiado gruesas para la fría noche que caía ahí fuera. Su silencio era escalofriante. —¿Qué queréis? El extraño pareció sorprenderse de la pregunta. —¿Qué quiero? Fuiste tú el que se presentó en mi celda, horas antes de mi muerte, haciendo preguntas cuyas respuestas nadie quiere conocer. ¿Recuerdas? Haldor trató de recordar. Su memoria fallaba con frecuencia. Había sustancias que le llevaban demasiado lejos, y luego le costaba volver. —Aquello fue un sueño. —¿Un sueño? —exclamó el visitante, incrédulo e irritado. Una de sus manos llegó a crisparse, casi deseando coger del cuello al pálido muchacho que tenía frente a él, pero logró contenerse—. Ojalá hubiese sido todo un maldito sueño… Haldor no comprendió. No recordaba. Observó de nuevo a su interlocutor. Era un hombre corpulento, de anchos hombros, no mucho mayor de treinta años. Podría haber sido fuerte, de haber tenido los elementos a su favor. Sus ojos grises reflejaban una determinación casi letal, pero detrás de ellos se intuían demasiadas sombras. Entonces lo reconoció, a pesar de que en aquella otra ocasión apenas había llegado a vislumbrar su rostro en la oscuridad. Había ido a visitarle a la mazmorra. El sonido de las pesadas cadenas que rodeaban su muñeca izquierda y su cuello aún retumbaba en sus oídos, helándole la sangre en las venas. El extraño vio en sus ojos que ahora sí sabía quién era.
—Dijiste que querías comprender. Haldor asintió en silencio. Había demasiado humo en aquella taberna. A veces emborronaba su visión y la imagen del condenado a muerte se desdibujaba. Decidió que no tenía sentido disimular. —Quería comprender cómo es que llegasteis hasta ahí. Estudio la naturaleza… la vida y la muerte. El devenir de los humanos, las decisiones que toman. Cómo una acción aparentemente inocente puede acabar destruyéndolo todo. ¿Podéis ayudarme? Le pareció que el hombre sonreía, pero era difícil asegurarlo, las sombras caían sobre su rostro demacrado. —Puedo hacer mucho más que eso. Pero mis servicios tienen un precio. —Decidme qué precio, y os diré si puedo pagarlo. —Ya lo estáis pagando. Un fuerte golpe sobre madera y el chocar de las jarras de cristal hicieron que Haldor diera un respingo. Miró a su alrededor desorientado y vio al tabernero aproximándose con una bandeja en la mano. Llegó, recogió el menaje y las sobras y le miró con curiosidad. —¿Habéis visto pasar un fantasma? —bromeó. Casi sin querer, Haldor echó una mirada al asiento vacío frente a él. El cliente misterioso se había esfumado sin dejar rastro. Negó con la cabeza. —Ha debido de ser un sueño —murmuró. —¿Un sueño o una pesadilla? Haldor no contestó. El tabernero se fue y el aprendiz de hechicero se frotó los ojos con la palma de sus manos. Entonces la vio. Estaba en una de las esquinas de la mesa, pronta a caer al suelo y perderse con cualquier movimiento brusco. La cogió y la sostuvo con sus dedos, observándola cuidadosamente. Juraría que era una punta de flecha, un poco mellada por uno de sus bordes. Pero al mismo tiempo, en su mente, apareció la hoja de un cuchillo. Un cuchillo inofensivo empuñado por la mano de un niño indefenso. No entendió por qué, pero el corazón se le encogió.
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