Leyendo «The holy road», la segunda parte de la novela «Dances with wolves», lo que menos me podía esperar era la descripción con todo detalle de uno de los primeros mataderos, las famosas líneas de matanza que luego inspiraron a Ford para producir coches de la misma manera tan eficiente.
Un jefe indio comanche, en su primera visita a una gran ciudad poblada por blancos (Washington) siente curiosidad por saber cómo los blancos producen carne, y lo que ve allí le horroriza, a pesar de que supuestamente los indios están habituados a la caza y a la guerra. Sin embargo, no comprende cómo un blanco puede lanzar cuchilladas a la cara de un cerdo, a causa de la ira que le produce una burla de un compañero. En lugar de degollarlo directamente, se ensaña con él, lo trata «como a un enemigo», según describe el jefe indio. No rezan por esos animales que matan, no sienten ningún respeto, no parecen darse cuenta del miedo reflejado en sus ojos, el mismo que el jefe indio ha visto en las mujeres que mueren dando a luz o en guerreros caídos en la batalla. Desde que volví de Asturias a la gran cloaca me siento como esos indios que veían a los blancos invadir su tierra y siento la misma impotencia que debían de sentir ellos. Me siento como una salvaje extraña que ya no sabe cómo va a recuperar la verdadera humanidad. Somos parte de una civilización deplorable que va camino de la autodestrucción, pero unos permanecen ignorantes a la esclavitud animal, otros no quieren reconocer que ellos mismos son esclavos de esta sociedad, y la gran mayoría permanece ciega al monstruo que creó esta civilización de egoísmo y muerte, un monstruo que ya existía en tiempos de los indios americanos y que sigue avanzando inexorablemente. A la niña india la mataron hace siglos, cuando masacraron a toda su familia y ella fue rescatada por uno de los pocos blancos buenos que había. Creo que jamás se recuperó. She's inside me, and she's crying.
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Abril 2024
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