Después de varios días enfrascada en la creación asistida por I.A. de los personajes de mi saga espacial, como era de esperar, una serie de emociones comenzaron a agitarse en mi interior. Me asaltó una duda: «¿Por qué estoy haciendo esto? ¿Qué motivación última me lleva a buscar sin parar la imagen perfecta en «la realidad» de lo que hasta ahora solo ha existido en mi mente (con matices de los que no voy a hablar hoy)? Cuando mi socia vio todas esas creaciones, de las que publiqué solo una pequeñísima parte, hizo un par de preguntas interesantes. Una, cuando yo le dije que una imagen en cuestión no me convencía (del agente Yarnel Hishiru), fue: «¿Y cómo sabes que no es él? Si no han existido antes...» La respuesta fue rápida: «¿Cómo que no? Existen en mi mente». Y llevan ahí décadas. No es que sepa cómo son, es que los conozco como a la palma de mi mano. Por eso soy capaz de reconocerlos o no. La otra pregunta fue la que enlazaba con mis propias sensaciones a lo largo de la semana: «¿Y ahora qué vas a hacer con ellas? ¿Una película?» Sonreí. No creo que eso vaya a ocurrir nunca. «De momento, publicarlas en mi blog», dije. Y me quedé pensando. Ahora creo que la respuesta a esa pregunta sería la misma que di a mi hermano cuando me preguntó: «¿Y para qué haces Sirsasana? ¿Qué sentido hay en ponerte boca abajo todos los días?» No hay ninguna razón en especial: es solo por el placer de hacerlo. Simplemente disfruto haciéndolo, y más sabiendo que lo sé hacer. Tengo un bastón igualito detrás de la puerta para cuando salgo a caminar por La Comarca. Tiempo al tiempo y acabaré con el mismo pelo y la misma ropa.
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En La Comarca hay dos tipos de tiempo meteorológico. Cuando baja de 15 ºC es el duro invierno de la zona norte, ese que te obliga a llevar leotardos bajo uno o dos pantalones y te salen sabañones hasta en las cejas, hasta el extremo de tener que amputar dedos (menos mal que por estos lares manejamos la terapia regenerativa). Cuando sube de 20 ºC es el típico verano tropical asfixiante, ese que llevas esperando desde finales de octubre y cuando por fin llega no puedes ni salir de casa porque te torras viva bajo el sol abrasador. Menos mal que por la noche refresca y puedes volver a ponerte el pijama de invierno y dormir con mantita.
Dios, ¿no existe en el mundo un lugar donde haga una temperatura más o menos normalita y las lluvias sean oportunas y reparadoras? En todo caso, a mí el tiempo meteorológico no me detiene, así que pasado el mediodía, después de acabar con mis quehaceres, me dirigí a mi lugar de meditación preferido a la vera de la carretera desde donde contemplo todo el valle y entro fácilmente en éxtasis místico. Por el camino me encuentro una pluma de cuervo y me la pongo en el pelo, considerándola un regalo del universo. ¿Alguien se podría imaginar que una mujer con alma india acabaría renaciendo en un valle que bien me recuerda aquel en el que masacraron a todo su clan? Pues así es. El 8 de abril fue el renacimiento por fin, si hemos de hacer caso a los signos astrológicos. Pasé unas semanas en las que me sentía encajada en el canal del parto, más o menos como el año pasado por estas mismas fechas, pero todo acaba llegando, con más o menos trabajo… Para los nativos norteamericanos las plumas que adornan la cabeza de los grandes hombres se entregan como reconocimiento a los desafíos superados y las hazañas conseguidas. Hoy me siento así, aunque aún quede un largo sendero por recorrer. Así, casi sin avisar, Zen decidió dejarnos y partir al otro lado, al cielo de los gatos que dirían algunos, al mundo espiritual. Un lugar en el que los humanos ya no podemos hacerles daño de ninguna manera: no podemos maltratarlos ni torturarlos para divertirnos, no podemos abandonarlos, no podemos matarlos para comer ni usarlos en nuestro beneficio. Después de la tristeza inicial causada por la separación y el vacío en el alma que siento cada vez que alguien querido se marcha, me alegré por él.
Zen no tuvo mucha suerte en su vida hasta que nos conoció a nosotras, a las dos locas veterinarias y veganas que en su día decidieron escindirse de la profesión más vergonzante del mundo y crear su propio proyecto de rescate y sanación. Zen fue nuestro primer rescatado cuando aún pensábamos que lo ideal era tener una clínica en una pestilente ciudad, y es el ejemplo perfecto de los animales a los que queremos dirigir todo nuestro esfuerzo: los animales huérfanos, los animales más desfavorecidos, los animales aparentemente queridos que de repente se convierten en una molestia, los animales que un día confiaron en el humano para luego ser traicionados y abandonados como un mueble viejo en una mudanza. Un día, hace mucho tiempo, una niña de unos siete años jugaba sola en el aparcamiento al aire libre cercano al edificio de once pisos en el que vivía. Sí, en aquella época los niños de esa edad salían solos a la calle sin miedo, en un barrio obrero en el que aún quedaba algún sentimiento de comunidad. Quizá era una tarde cualquiera, o quizá se había adelantado unos minutos antes de que bajara su familia y se dirigieran a algún sitio de la ciudad, porque la niña no se alejaba mucho del Chrysler 180 color rojo oscuro, propiedad de su padre. A la niña le encantaba viajar en ese coche, con el salpicadero de madera, los asientos de terciopelo oscuro con bolsillos muy prácticos y un peculiar seguro en las portezuelas del que aún hoy puede recordar el tacto al abrir y cerrar. «¿Habéis echado el seguro?», recordaba la voz de papá, siempre, siempre, justo después de montarse en el coche y antes de arrancar.
Por aquel entonces la niña no entendía mucho de coches, pero sabía que el Chrysler era distinto a los demás, no en vano era uno de los primeros que circulaba por España inspirado en vehículos de fabricación americana y apenas había otros modelos en el mercado. Por ejemplo, tenía cambio automático, una rareza ya de por sí, pero con tan poca edad ella ya sabía lo que significaba la P, la D y la R. Eso le hacía sentir especial. Estaba orgullosa de ese coche. Disfrutaba los viajes aun cuando comenzaran a las cinco de la mañana y tuviera que ir apretada en el centro con un niño grande a la derecha, y un niño pequeño y otro mediano a la izquierda. Le encantaba contemplar las estrellas y ver cómo amanecía a medida que el coche avanzaba por la autopista. Con el Nuevo Año Chino, recién entrado ayer, parece que ya se atisba la primavera en el horizonte. Hoy fue el primer día que pude hacer mis ejercicios Shaolín en manga corta, en las inmediaciones de la iglesia de la aldea en la que vivo, posiblemente la mejor localización de toda ella, que por algo es donde los muertos descansan en paz. La visión de las cruces en lo alto del cementerio y el valle al fondo es una imagen ciertamente impresionante que jamás olvidaré cuando me vaya de aquí.
Hay veces, como hoy, que necesito ponerme en bucle la canción de la banda sonora de la película «El piano», titulada «The heart asks pleasure first». ¿Por qué? Porque eso me conecta a las fuertes emociones de otra mujer que vivió en una época no muy lejana en el tiempo. No es que lo haga por gusto, mi propia alma me lo pide cuando necesito hacerlo, y me lo hace saber de la forma apropiada, por ejemplo moviendo ciertas energías en mi interior después de mi sesión de yoga. Por la noche, ya durante mi tiempo de meditación habitual, supe el porqué.
Por suerte aprendí ya hace años a comunicarme con mi alma de esta forma, y aprendí a no luchar, por la cuenta que me traía. En cada vida traemos varias misiones, y aunque podemos desviarnos del camino quinientas veces e incluso a veces salirnos de la vía y estrellarnos de la forma más dramática posible, nuestra alma siempre intentará recordarnos la razón principal por la que vinimos aquí y lo que debemos hacer ineludiblemente antes de volver al hogar. Hoy sé que ciertas cosas van a pasar sí o sí porque es lo que vine a hacer, y es imposible cerrar un ciclo de miles de años sin dejar todos los asuntos perfectamente resueltos. Es como el gran libro de contabilidad de nuestra vida espiritual, aunque la verdad es que yo preferiría que fuera más bien un diario de a bordo en el que no siempre lo que escribes se corresponde a la realidad. Dice mi maestro Shaolín, Shi Heng Yi, que para comenzar una nueva vida libre de pesares y sufrimientos innecesarios, lo primero que hay que hacer es vaciar la copa, vaciar la mente, liberarte de todos esos pensamientos que ha ido creando desde el nacimiento, para que lo nuevo pueda ir llegando. Siento que ya lo he conseguido. Desde que inicié mi viaje espiritual a finales de 2011 la transformación ha sido continua y a ratos bastante complicada, pero ya renací, y ahora me voy acostumbrando a mi nuevo yo. «Para saborear tu copa de agua, primero debes vaciar la copa. Amigo mío, desecha todas tus ideas fijas y preconcebidas y sé neutral. ¿Sabes por qué la copa es útil? Porque está vacía.»
- Bruce Lee. Si alguien me hubiera dicho hace tan solo tres meses que hoy iba a estar viviendo en una casa en medio de un espectacular valle asturiano, con un pequeño apartamento anexo que ni siquiera buscábamos pero nos vale perfectamente de consulta, y compartiendo espacio con cinco gatos estupendos, no me lo habría creído. Tampoco me habría creído que en la primera consulta presencial con alguien que ya no has había hecho un pedido hace un par de años y que no conocíamos de nada, mi socia acabaría hablando con ella y su pareja de la gran farsa de la NASA y sus «actornautas» (falsos astronautas), gracias a contactos muy cercanos a un tal Pedro Duque que como tantos otros nos la ha metido doblada. Empiezo a pensar que el surrealismo es como las sincronicidades: ambos son señales inequívocas de que vamos por el camino correcto, acompañados por la Divina Providencia. La otra señal inequívoca es el sentido del humor que se gastan los del otro lado para hacernos saber que este es el camino («This is the way», que diría el Mandaloriano). Después de un par de años en los que estuve a punto de colgarme de la lámpara del salón, he vuelto a reír como una niña, hasta casi dolerme el estómago. Escuchando a mi socia no podía dejar de evocar el teatrillo que nos obligaban a hacer en nuestros trabajos, sintiéndome muy afortunada de estar hoy aquí creando el nuevo paradigma en veterinaria, muy lejos de esa farsa y de todas las farsas que aún contemplamos cada día en los televisores (si es que aún ves la tele). La magia sigue produciéndose a cada paso, pero estamos tan poco acostumbrados, que me sigue asombrando.
Llevo escaso mes y medio disfrutando de mi nueva vida y no podría sentirme más en paz. Esto empieza a parecerse a ese templo Shaolín que viene siendo mi inspiración desde principios de año para construir el santuario gatuno de nuestros sueños. Y como dicen que el espacio que nos rodea es el reflejo de nuestro interior, tal vez construir primero nuestro paraíso espiritual sea la mejor forma de iniciar el proyecto. Ahora mismo, si viviera hace unos siglos, podría compararme a una monja en clausura casi total, trabajando lo indispensable para que no falte nada que comer, y dedicando el resto del tiempo al cultivo físico y espiritual, con la disciplina justa y necesaria. No entran apenas noticias del mundo exterior, y si entran no me dejo influenciar por ellas. Casi se me ha olvidado qué es el estrés. He vuelto a tener sensaciones que no tenía desde mi juventud, antes de la ansiedad. Duermo como una bendita y disfruto de mis sueños, exentos de preocupaciones y paranoias varias. El silencio ya no me incomoda, todo lo contrario. El tiempo pasa tan despacio y me deja tantos huecos libres que no me explico en qué lo perdía cuando estaba en la civilización, si venía haciendo prácticamente lo mismo que ahora. Y no puedo decir que esté sola porque con cinco gatos en casa siempre tengo compañía, pero sí noto que la soledad es muy peligrosa por una simple razón: te acostumbras tanto a ella y es tan placentera que abandonarla da mucha, pero que mucha pereza.
Siento que estoy entrando en una nueva fase (¿el renacimiento?). No sé muy bien cómo llamarla, si personal, espiritual… una nueva fase. Después del ajetreo de los últimos días, lo que incluyó vuelta al taller para acabar de solucionar el problema del termostato de mi coche (sí, no soy yo la que va calentando cosas sino que él se calentaba solito), hoy me dispuse a dar otro paseíto por el valle idílico en el que se ubica mi agujero hobbit… quiero decir, mi vivienda. Tenía que aprovechar la mañana soleada que vino después de un día bastante lluvioso que nos empieza a recordar que realmente estamos en otoño. Me senté a la vera del camino, el punto en el que dejaré la huella de mi trasero para la posteridad, ya que es donde me siento casi siempre a meditar aun cuando está justo al lado de la carretera, que cualquiera que pase por ahí conduciendo debe de pensar «Ya está la loca esta que a saber qué hace ahí sentada tan tiesa… aunque es una moza de muy buen ver, la verdad sea dicha».
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