Así, casi sin avisar, Zen decidió dejarnos y partir al otro lado, al cielo de los gatos que dirían algunos, al mundo espiritual. Un lugar en el que los humanos ya no podemos hacerles daño de ninguna manera: no podemos maltratarlos ni torturarlos para divertirnos, no podemos abandonarlos, no podemos matarlos para comer ni usarlos en nuestro beneficio. Después de la tristeza inicial causada por la separación y el vacío en el alma que siento cada vez que alguien querido se marcha, me alegré por él. Zen no tuvo mucha suerte en su vida hasta que nos conoció a nosotras, a las dos locas veterinarias y veganas que en su día decidieron escindirse de la profesión más vergonzante del mundo y crear su propio proyecto de rescate y sanación. Zen fue nuestro primer rescatado cuando aún pensábamos que lo ideal era tener una clínica en una pestilente ciudad, y es el ejemplo perfecto de los animales a los que queremos dirigir todo nuestro esfuerzo: los animales huérfanos, los animales más desfavorecidos, los animales aparentemente queridos que de repente se convierten en una molestia, los animales que un día confiaron en el humano para luego ser traicionados y abandonados como un mueble viejo en una mudanza. Zen, el tigre agazapado al que los obreros no se podían acercar. Zen, el gato aterrorizado por el ruido y los escombros que enseguida se dejó coger por la rescatadora. Zen, el gato temeroso que se subía a lo alto de los armarios de la cocina y se quedaba inmóvil en la silla por las noches, por si le gritaban. Zen, el gato que se despertaba sobresaltado por la ansiedad, aun estando ya en un entorno seguro. Zen, el gato que reaprendió que podía dormir en la cama de su cuidadora sin problema, de ahí nadie lo echaría a patadas. Zen, el gato al que le gustaba relamer el pelo de su cuidadora, considerándola ya un miembro de su familia, y como tal ha de ir bien acicalada. Zen, el gato con bultos por todo su cuerpo, ganglios reactivos que podrían haber acabado en linfoma a causa del estrés postraumático sufrido en aquella casa, con aquella bruja amargada a quien no le importó si el gato se escapaba o no por las escaleras. Zen, el gato al que intentaban quemar con cigarrillos y por ello le incomodaba la moxa. Zen, el gato que siempre había vivido encerrado y por fin descubrió la libertad en un jardín. Zen, el gato al que se le iluminaba la cara y echaba a correr con su bamboleo de gato regordete si era invitado a retozar en la hierba, mientras su cuidadora leía un libro al calor del mediodía. Zen, el gato del colmillo saliente, el caballero andante, el de los ojitos seductores como los del gato con botas, el que no se cansaba de pedir abrazos, el defensor de las damas en apuros si había trifulca con la casera. Zen, el gato que nunca creyó ser merecedor de besos y caricias y se sorprendía de las muestras de cariño, quizá porque nunca las recibió antes. El gato que, a pesar de todo, mantenía una mirada triste y no parecía encontrar su sitio. Es posible que eso fuera la causa de su enfermedad y muerte en el plano físico. Zen. Gato adorable donde los haya que se cruzó inesperadamente en mi camino, dejando una huella imborrable. Gato único en el mundo, como todos los seres que venimos aquí a no sabemos qué. Fue un privilegio conocerte.
Y estés donde estés, te deseo felicidad eterna.
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