[Se recomienda leer previamente: Visitando a un condenado.]
Haldor no lo oyó llegar. Había apilado y apartado a un lado los platos para que el tabernero se los llevara, y cuando volvió a alzar la vista, ahí estaba: un hombre que se había autoinvitado a la cena, aunque ya no quedaba nada por compartir. Apoyaba los codos sobre la mesa y le miraba fijamente. Sus anchas muñequeras de cuero, bien apretadas con cordones, le hacían pensar en un cazador. Llevaba su largo y áspero cabello castaño recogido de alguna forma a la altura de la nuca, pero no veía cómo. No llevaba ropas demasiado gruesas para la fría noche que caía ahí fuera. Su silencio era escalofriante. —¿Qué queréis? El extraño pareció sorprenderse de la pregunta. —¿Qué quiero? Fuiste tú el que se presentó en mi celda, horas antes de mi muerte, haciendo preguntas cuyas respuestas nadie quiere conocer. ¿Recuerdas? Haldor trató de recordar. Su memoria fallaba con frecuencia. Había sustancias que le llevaban demasiado lejos, y luego le costaba volver.
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Quedaba poco para oscurecer cuando Haldor hundió las botas en el barro que cubría el camino. Las huellas que habían dejado las ruedas de los carromatos se perdían en la distancia. Con las lluvias los transeúntes habían corrido a refugiarse a sus casas, y las primeras luces rojizas se habían encendido tras los cristales de las ventanas. El aprendiz de hechicero miró hacia el cielo por debajo del borde de su capucha. Las nubes seguían allí, grises y pesadas. A él nunca le había importado la lluvia, pero sentía los pies doloridos y sobre todo mucha sed.
El edificio que hacía de posada, con su perfil asimétrico, las maderas astilladas y quejumbrosas, el vidrio opaco y polvoriento, no invitaba precisamente a entrar. Además ya conocía su interior, por haber descansado allí en el pasado. Un humo gris se infiltraba en todos los rincones; el sonido incesante de vasos, platos, cucharas y voces humanas hacía imposible cenar en paz; y las continuas distracciones le impedían hallar el sosiego dentro de sí mismo. Si se dirigía allí era solo por necesidad. Y porque un buscador requiere de vez en cuando el contacto con la materia burda, para no perderse demasiado en su búsqueda. El anciano Hathaur se hallaba en estado contemplativo junto al fuego cuando la puerta se abrió de par en par y una fría ráfaga de viento hizo oscilar las llamas. Sin abrir los ojos, Hathaur oyó que alguien entraba pisando con fuerza y dejaba caer algo al suelo. Percibió inquietud, impaciencia, algo de ansiedad. Una mirada inquisitiva escudriñando los rincones. Una voz familiar interrumpió su calma mental.
—¿Maestro? ¿Estás despierto? El anciano se agitó y abrió los ojos, perdiendo su visión interna de la realidad. Gruñó por lo bajo y buscó su bastón para poder incorporarse. Antes de que se levantara, Haldor descorrió la raída cortina y se apresuró a ayudarle. —Muchacho… no te esperaba hasta mañana. —¿Sabías que venía? —El hijo del molinero te vio hace un par de días. Dijo que no parecías tener prisa. —Dijo bien. Parecía… Apoyándose en su discípulo echó a andar y juntos llegaron a la sala. Haldor arropó a su maestro con una gruesa manta y ambos se sentaron sobre las pieles, justo debajo de la calavera con cornamenta de antílope suspendida del techo. Hubo un momento de silencio. Había tal torbellino de pensamientos en la mente de Haldor, que a su maestro le fue imposible discernir la causa exacta de su visita. Aunque ya hacía tiempo que no convivían, Haldor no se alejaba mucho. Con frecuencia necesitaba escuchar de los labios de otra persona las enseñanzas que ya estaban en su corazón. Haldor fue directo al grano. —No estoy seguro de que el mundo exterior esté hecho para mí. Hathaur dio un respingo. No se había sacudido aún del todo el sueño. Miró a su discípulo y lo observó con detenimiento. Vio una sombra de preocupación en su frente y señales que le decían que no había dormido bien últimamente. El prisionero alzó la mirada hacia la silueta borrosa que había aparecido cerca de de la entrada. No le había oído llegar, lo que era complicado dado el infernal ruido que hacían los cerrojos oxidados cada vez que abrían la puerta. Probablemente había estado dormitando... aunque en las últimas largas y oscuras horas le hubiese sido imposible conciliar el sueño. Se incorporó con dificultad y gran dolor, apoyando su espalda contra la pared. El grillete de la muñeca izquierda se clavaba en las llagas, y la argolla del cuello le presionaba la garganta, además de pesar como mil demonios. Al moverse, las cadenas fueron arrastradas y el sonido retumbó en toda la celda. En la penumbra, solo alcanzaba a distinguir que la figura llevaba una capucha gris, y parecía observarle en silencio. Se preguntó quién podría ser. Hacía mucho tiempo que se había quedado solo.
—¿Vas a pasar? ¿O tienes miedo de mí? La figura se aproximó y descubrió su cabeza. La poca luz nocturna que entraba por el ventanuco le iluminó por un instante la cara. Su piel pálida contrastaba con su largo pelo moreno. El joven era delgado y tenía los dedos largos y frágiles como los de una muchacha, pero en sus ojos había una determinación que raramente había encontrado en miembros de su clan. —Quiero comprender —dijo. El prisionero le observó largamente desde su posición en el suelo. Su afirmación le pareció tan extraña como irrealizable. ¿Acaso tenía él algo que explicar? Su prudencia le hizo callar y esperar. Al ver que no decía nada, el extraño se le acercó un poco más y trató de escudriñar su rostro, hasta el punto de hacerle sentir incómodo. El prisionero hizo un movimiento brusco para evitar que se acercara más y se escondió de la luz. —¿Qué quieres de mí? El extraño se había detenido frente a él, a menos de un paso de distancia. De manera completamente silenciosa se agachó y se puso a su altura. Parecía un monje apiadándose de él. Piedad no era lo que más había necesitado. Pero eso ya no importaba. —Mi nombre es Haldor —dijo el extraño—. Sé... sé que este es un mal momento para vos, y no quiero hurgar en vuestras heridas. Pero me gustaría haceros unas preguntas. No tardaré en irme. He oído vuestra historia... Hay cosas que no entiendo. ¿Por qué os entregasteis? Si sois inocente, ¿por qué rendiros tan fácilmente, cuando ya estabais en plena huida? ¿Por qué no seguisteis luchando? —¿Insinúas que me rendí? ¿Eso crees? ¿No se rinde alguien cuando hay algo que quiere conservar? Tus tierras, tu familia, tu vida... —el prisionero sacudió la cabeza—. A mí ya no me queda nada de eso. En la mente de Haldor aparecieron dos tumbas cubiertas de tierra, una al lado de la otra, una más pequeña que la otra. Cuchillos en la nieve, una mujer llorando, el cuerpo de un niño muy pequeño cayendo inerte al suelo, con un profundo corte en el cuello. Era difícil aislarse del dolor. —Aún conserváis la vida. —Por poco tiempo. —Cuanto antes lo aceptes, mejor.
—Eso no va a pasar nunca, maestro. —Pues entonces la losa pesará siempre sobre tus hombros. Haldor volvió la mirada a las llamas, esperando en vano que sus manos dejaran de estar heladas. Tal vez el problema estaba en su corazón, a veces le parecía que se estaba volviendo frío como el más cruel de los inviernos. Pero no. Su corazón siempre se hallaba rodeado de llamas, idénticas a las que contemplaba frente a él, envuelto en su gruesa capa de lana oscura, tratando de comprender el mundo en el que vivía. Sentía la losa que su maestro Hathaur mencionaba, algo que con frecuencia le hacía desear caminar solo entre las sombras del bosque o esconder su rostro bajo la capucha mientras la lluvia caía dulce y gris sobre su cabeza. Pero lo que más pesaba era conocer la Verdad y no poder utilizarla para el bien común. No poder evitar la desgracia y la locura reinante allá donde fuera, siempre que había seres humanos de por medio. Haldor era obstinado. Por eso llevaba la contraria siempre que podía a Hathaur. El pobre viejo era un pozo eterno de sabiduría, pero toda esa sabiduría no le servía de nada cuando se trataba de resolver cuestiones prácticas. Siempre había alguna ley natural que no se debía romper o algún poder ancestral ligado a la tierra que era mejor no desafiar. Y mientras, la gente moría a su alrededor sin mover un dedo por evitarlo. La gente mataba por un pedazo de pan o por una disputa sobre qué dios era mejor adorar. Las niñas eran vendidas, los niños esclavizados y reducidos a esqueletos andantes en un par de lunas. Los hombres pedían ser ajusticiados antes de ser enviados a las mazmorras donde la muerte era igual de segura pero mucho más lenta. Los que trataban de sobrevivir sin hacer mal a nadie perdían las cosechas año tras año o se las robaban directamente. |
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