Hoy, como estoy de vacaciones, se me ha ocurrido ir a un centro comercial, uno de esos en los que en otros tiempos podías ir a entretenerte, caminar y pasar un rato agradable. Es al aire libre, y hace un calor de muerte, pero da igual, la gente valiente y responsable que actúa como un soldado sirviendo a la patria, no parece notar el sudor pegándose en la cara interior de la mascarilla, junto al biofilm de bacterias que se van formando con cada espiración. Pronto se nota la falta de aire, pero da igual, como ciudadanos obedientes y sumisos, vamos a todos a cumplir unas normas sin justificación sanitaria alguna (excepto las dadas por ese comité de expertos inexistente). Vayamos a comprar como esclavos pase lo que pase, como si hay que ir saltando a la pata coja, no sea que contagiemos a alguien por ser personas sanas asintomáticas infectadas por un virus letal y provoquemos la muerte de alguien. La ausencia de extranjeros que en esos otros tiempos abarrotaban las terrazas y los parques infantiles, y el escenario donde a veces hay espectáculos, es más que evidente. Quizá hayan huido para evitar que les llamen la atención por no llevar mascarilla, como me ha pasado a mí, que soy la más irresponsable del planeta y la única que se atrevía a ir por ahí respirando y enseñando la cara, como se hacía en otros tiempos. La joven vigilante fue directa hacia mí, que soy una delincuente muy fácil de identificar, claro, entre una muchedumbre de ciudadanos responsables. «Tenía calor y me estaba ahogando», he respondido, cosa que no estaba muy lejos de ser cierta. Con una sonrisa, la joven vigilante me ha respondido: «Te pueden multar». Claro, si el miedo al virus no existe, mejor te metemos miedo por otra cosa. Yo también le he sonreído, y por educación me he callado lo que pienso, porque no quiero acabar en el calabozo tan pronto. «Pues que me multen», fue el pensamiento que sí puedo contar. Aún no he perdido la dignidad, y como veterinaria no puedo ir en contra de los principios básicos de la respiración, fenómeno fisiológico imprescindible para la vida. No me quiero suicidar lentamente (como hacen, quizá de manera inconsciente, esas personas con sobrepeso u obesidad, que además se ponen la mascarilla bien ceñida, no sea que un virus mortal acabe con ellos así sin avisar). Y por supuesto seguí paseando sin mascarilla, excepto cuando no tenía más remedio que ponérmela para comprar algo, después de hacer como que me ponía en las manos esa mierda de gel hidroalcohólico un par de veces (porque me lo pidieron expresamente), que no sirve para nada excepto para quitarte la capa de protección natural de toda epidermis que se precie. Me ha dado la sensación de visitar un cementerio en lugar de un centro comercial. Lo que está pasando ya no tiene nombre. Es esperpéntico. Ves el miedo en los ojos de esas personas tan responsables, igual que las verías en los ojos de soldados en el frente. Se creen que hay un enemigo invisible en el aire, y no se pueden imaginar que la muerte les va a llegar, sí, pero por otras vías que no pueden imaginar. Son carne de cañón, como se decía antiguamente. En realidad ya están muertos. Alguien que a estas alturas no reacciona y es incapaz de cuestionarse la realidad, ya está condenado.
Solo puedo desear que esta agonía acabe pronto. Quiero tener esperanza y sigo creyendo que un mundo nuevo es posible, y algunos de nosotros ya lo estamos construyendo. Pero también es cierto que toda metamorfosis requiere la muerte de la parte vieja e inservible de nosotros. Los soldados zombificados sobran en una sociedad avanzada. Uno a uno van a caer. Las víctimas de la nueva ola de Covid, dirán, aunque en realidad sean las mismas infecciones respiratorias de siempre... o de cualquier otro sistema orgánico, porque hoy en día todo es Covid, como ya saben los médicos de la SS. «Una falsa pandemia, decían esos negacionistas... ¿de qué otra cosa puede estar muriendo la gente, si hasta las papayas se mueren por Covid, es que están ciegos?»
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