El año pasado por estas fechas me marqué una despedida de ciclo bastante triste y amarga, no en vano acabé mi diario personal, por primera vez en mi vida, con un «Fuck you, 2022» (espero que no haga falta traducción para esto). Posiblemente fue la peor etapa de mi existencia como mujer nacida en 1975, y eso que siempre trato de ser lo más objetiva posible e incluso optimista, consciente como soy de que he vivido etapas mucho peores. Por eso este año, como me siento más generosa y más en paz con las experiencias vividas estos últimos meses, he decidido regalar a todos mis lectores mi relato El extraño caso del plátano sintiente. Como siempre, he disfrutado con la última revisión y el formateado final, y aunque todas las obras de un escritor son mejorables, estoy orgullosa del resultado. Espero que lo disfrutéis tanto como yo. Enlace de descarga:
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En mi vida ha habido varios hitos importantes que han ido definiendo la persona que soy hoy en día, y creo que a esa lista voy a añadir la fecha en la que conseguí hacer Sirsasana por primera vez, me refiero a hacerlo yo sola, aunque de momento sea con la ayuda de una pared y una silla. Para los que no sepan nada de yoga, Sirsasana se considera una postura avanzada que consiste en hacer el pino sobre la cabeza, aunque al contrario de lo que parece, el peso no se pone sobre la cabeza en su mayor parte sino sobre los hombros. Empecé a hacer yoga en abril de 2016, más o menos al mismo tiempo que me hacía vegana, y con un estado físico... no voy a decir deplorable, pero sí que era un poco penoso, recientemente lesionada por una caída mientras patinaba. Mi ilusión era conseguir hacer esa postura para cuando cumpliese 50 años. Iba a decir «mi objetivo», pero no, yo nunca me puse ningún objetivo al hacer yoga más que mantener un cuerpo sano y funcional el máximo tiempo posible. Ya llegaría lo que tuviese que llegar… y finalmente conseguí hacer Sirsasana (me refiero a hacerlo completo, boca abajo con las dos piernas y manteniendo un ratillo) varios años antes de lo previsto, en concreto hace una semana 😎.
Esta mañana mi madre, siguiendo su costumbre ancestral, me despertó nada más levantarse, creyendo que tenía una buena razón para ello.
—¡Mónica! ¡Mira cómo está todo, lleno de mierda! ¿De dónde ha caído tanto polvo? Nunca en mi vida había visto nada igual... Yo me revuelvo entre mi sábanas, cagándome en todo por ser arrebatada de esta forma de la paz y el olvido del sueño (que, por cierto, había soñado con Enrique Pérez y otro chaval que me había regalado una caja de bombones pero pensaba devolvérselos porque no eran veganos). —¡Viene de los aviones, mama! —¿De los aviones? ¿Cómo va a venir de los aviones? Eso está en la atmósfera… La dejo que piense porque no pienso gritar más desde la cama. Puedo imaginarme sus neuronas trabajando con esfuerzo para comprender lo que le acabo de decir. «¿Y dónde están esos aviones? Vamos, mama, que tú puedes...» Tengo que levantarme al baño y ella insiste en que me asome por la ventana para ver el mundo apocalíptico en el que vivimos. Pero yo ya sé lo que hay, no tengo ninguna necesidad de verlo. Yo lo que quiero es seguir con mis sueños. La vida es extraña. Un día estás recomendando a todos tus clientes que vacunen de varias enfermedades infecciosas a sus cachorros y al día siguiente estás microfilmando el informe que el centro de salud le dio a tu madre «vacunada con la pauta completa» sintiéndote como un espía haciendo un bien a la humanidad. Vas a comprobar con la base de datos de la Resistencia si alguno de esos lotes con que la vacunaron son placebo o veneno nanotecnológico. Como decía un colega escritor (y disidente no vegano en gran parte culpable de la existencia de un relato genial sobre plátanos sintientes), en un comentario del blog, esto de ser un escritor viviendo dentro de su propia novela puede ser un sueño o una pesadilla, aún no lo sabemos.
Somos cáscaras de nuez en un océano de inmundicia.
La frase no es mía. La acabo de escuchar en uno de los vídeos más recientes de Lobo Estepario, hombre al que solo conocerán los miembros de la Resistencia. En el vídeo explicaba cómo acababa de recibir un golpe bajo por parte de uno de esos inhumanos de los que muchos queremos alejarnos. Lobo se hizo amigo de uno de esos pobres perros que pasan su vida encadenados en el patio de una finca. El perro se orinaba encima de la alegría cuando Lobo se acercaba para acariciarlo y darle unas palabras de cariño. El ritual se repitió durante varios días y Lobo llegó a intercambiar algunas palabras amables con su propietario. Se llevó una desagradable sorpresa la última vez que se acercó al perro. El inhumano ser que se considera amo del pobre animal le dijo que no quería que volviese a tocar ni hablar con su perro, que podría morderle. El propietario de ese perro es uno de esos zurullos que nos encontramos flotando mientras navegamos como cáscaras de nuez en ese océano de inmundicias. Los que siempre hemos sido sensibles con los animales no humanos llevamos surcando ese mar toda la vida. Así que puedo sentir el dolor de Lobo en mi corazón. Es como estar en una cárcel y que te cierren la ventana para que ya no pueda entrar ni un rayo de sol. Es como estar hambriento de cariño e inocencia, encontrar ambos en la compañía ofrecida de manera voluntaria y libre por un individuo tan prisionero de las circunstancias como tú, y que te lo arrebaten todo con el único fin de hacerte daño. Una puñalada rastrera por la espalda, sin razón alguna, sin provocación previa. Parte 6. Como hoy es domingo he decidido salir brevemente de mi búnker en las cloacas y tomar un poco de sol en algún triste parque de los que pueblan la urbe, más pestilente aún que las cloacas. Si alguno de estos decrépitos árboles que me encuentro por el camino sintiera, posiblemente desearía suicidarse. ¿Quién querría echar raíces en un suelo cubierto de asfalto, expuesto a la poda arbitraria y sin sentido que los ayuntamientos decretan todos los años? No son conscientes pero hasta yo lo puedo sentir en su energía. Nada que ver con los árboles que crecen en los bosques, libres y rodeados de sus congéneres para comunicarse entre ellos mediante sus señales químicas, creciendo en mayor o menor armonía con los demás habitantes. Me tumbo sobre la hierba y miro el cielo, reflexionando sobre mis escritos y mis luchas personales. La vida es extremadamente simple, aunque quieran convencernos de lo contrario. El veganismo también lo es, en realidad no hay nada discutible en él. El problema no es que sea difícil de entender. El problema es que no quieren entenderlo. «Es muy difícil hacer comprender a nuestros contemporáneos que hay cosas que, por su propia naturaleza, no se pueden discutir; el hombre moderno, en lugar de elevarse hasta la verdad, pretende hacerla descender a su nivel.»
René Guénon. Parte 5.
Ya solo me quedaba profundizar un poco más en los procesos cognitivos que tienen lugar en la mente de los implicados cuando hay un debate tan encendido como el de si los plátanos y sus congéneres vegetales sienten o no. Según Igorsky, solo tiene sentido que alguien presente el argumento de que las plantas sienten a una persona vegana si él mismo solo se alimenta de frutos y semillas, pero me da que esta situación es altamente improbable que se dé en la práctica. Y ahora ya sé que quitarle la piel a un plátano duele tanto como romper la cáscara de una almendra para luego comértela: nada. Mientras, seguiremos buscando ents, como otros buscan unicornios. Si alguna vez alguien encuentra un ent o un unicornio, mi plan es respetar a cualquiera de ellos, como hago con todos los seres sintientes del universo. Parte 4.
Llegó la noche y volví a mi refugio en las cloacas. Sylvie había disipado en parte mi propia disonancia cognitiva, pero mientras jugaba al Tetris en el ordenador estuve vigilando con un ojo las judías que había puesto a remojo, no fuera que supieran lo que estaba haciendo y se me escaparan en horas nocturnas, trepando por los bordes del bol, como harían los juguetes de Toy Story. «Pero vamos a ver, piensa un poco, que eres veterinaria, cojones. Tuviste que repetir la asignatura de biología como tres veces pero al final te pusieron un sobresaliente, algo habrás aprendido después de diseccionar calamares y caracoles.» Ah, sí, ahora recuerdo… Parte 3.
La conversación con mi colega Sylvie estaba resultando tan productiva y agradable que se prolongó toda la tarde. Llegó la hora de la merienda y tuvimos que sacar nuestros huesitos y nuestras bolas de coco bañadas en chocolate, todo vegano y casero. Mientras los saboreaba, ahí intentando no meter las zapatillas en el riachuelo de inmundicias urbanas, pude evocar en mi memoria el momento en el que los disidentes no veganos también argumentaron que el veganismo es taaaaaaaaaan complicado, que es imposible llevarlo a la práctica. Para empezar, tienes que renunciar a tu dieta omnívora y comer lechuga o verduritas insípidas el resto de tu vida. Me dio un ataque de risa y casi me atraganto con la galleta de los huesitos. No, lo de comer lechuga solo pasa cuando tus queridos hermanos tienen la gran idea de celebrar un día especial para la familia en un asador, ignorando tus principios morales. El resto del tiempo disfrutamos de la comida como campeones, siempre que no padezcas algún tipo de trastorno alimentario. Reflexioné que la disonancia cognitiva también les impide ver que ya hay alternativas vegetales para todo lo que se puedan imaginar. Pero de qué les voy a culpar, hace años yo pensaba que el huevo era un ingrediente imprescindible en la repostería. El huevo. O sea, óvulos de gallinas (o de cualquier otra especie avícola que se les antoje) destinados a la fecundación. Argh. Parte 2.
En mi tercera noche tras conocer la terrible realidad de que soy una asesina comeplantas, tampoco conseguí dormir en condiciones. En medio de la noche me despertó una pesadilla en la que una marabunta compuesta de cientos de verduras, hortalizas y tubérculos me perseguían entre sollozos, clamando justicia y que yo pagara por mis crímenes. Las setas en concreto estaban muy cabreadas. —Pero si vosotras no pertenecéis al Reino Vegetal, sino al Reino de los Hongos. —¿Y tú crees que eso va a importar a los no veganos? Producimos esporas y sustancias que alucinan a la gente, eso solo lo pueden hacer seres con consciencia. —Perdona pero el ambientador que tenía una de mis jefas en la clínica expelía perfume cada veinte minutos según su programación y yo juraría que no tenía consciencia de ningún mal olor flotando en el ambiente, ni siquiera cuando había un perrillo hospitalizado con parvovirosis. El ambientador era un mero objeto material. —Sí, claro, ve y explícale eso a los disidentes aquellos que te crearon el trauma emocional. Si no ven la diferencia entre una gallina y un plátano, ¿tú crees que van a ver la diferencia entre un hongo y un ambientador? —Joder, es verdad. Pero espera un momento, estoy hablando con un champiñón, a ver si es que estoy alucinando yo… Ayer no comí Amanita muscaria, que yo recuerde... —O tal vez estás siendo víctima de la disonancia cognitiva, no quieres aceptar la realidad de que los plátanos sienten porque eso te convertiría en una humana sin empatía ni respeto alguno por tus semejantes. —Pero yo soy animal, no vegetal… ni hongo. —Ya. Pero ve y explícale eso a los no veganos. ¿Tú crees que…? Recordé cómo me sentía en todas esas conversaciones de activismo vegano que tuve en mi vida… |
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