El año pasado por estas fechas me marqué una despedida de ciclo bastante triste y amarga, no en vano acabé mi diario personal, por primera vez en mi vida, con un «Fuck you, 2022» (espero que no haga falta traducción para esto). Posiblemente fue la peor etapa de mi existencia como mujer nacida en 1975, y eso que siempre trato de ser lo más objetiva posible e incluso optimista, consciente como soy de que he vivido etapas mucho peores. Por eso este año, como me siento más generosa y más en paz con las experiencias vividas estos últimos meses, he decidido regalar a todos mis lectores mi relato El extraño caso del plátano sintiente. Como siempre, he disfrutado con la última revisión y el formateado final, y aunque todas las obras de un escritor son mejorables, estoy orgullosa del resultado. Espero que lo disfrutéis tanto como yo. Enlace de descarga:
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Somos cáscaras de nuez en un océano de inmundicia.
La frase no es mía. La acabo de escuchar en uno de los vídeos más recientes de Lobo Estepario, hombre al que solo conocerán los miembros de la Resistencia. En el vídeo explicaba cómo acababa de recibir un golpe bajo por parte de uno de esos inhumanos de los que muchos queremos alejarnos. Lobo se hizo amigo de uno de esos pobres perros que pasan su vida encadenados en el patio de una finca. El perro se orinaba encima de la alegría cuando Lobo se acercaba para acariciarlo y darle unas palabras de cariño. El ritual se repitió durante varios días y Lobo llegó a intercambiar algunas palabras amables con su propietario. Se llevó una desagradable sorpresa la última vez que se acercó al perro. El inhumano ser que se considera amo del pobre animal le dijo que no quería que volviese a tocar ni hablar con su perro, que podría morderle. El propietario de ese perro es uno de esos zurullos que nos encontramos flotando mientras navegamos como cáscaras de nuez en ese océano de inmundicias. Los que siempre hemos sido sensibles con los animales no humanos llevamos surcando ese mar toda la vida. Así que puedo sentir el dolor de Lobo en mi corazón. Es como estar en una cárcel y que te cierren la ventana para que ya no pueda entrar ni un rayo de sol. Es como estar hambriento de cariño e inocencia, encontrar ambos en la compañía ofrecida de manera voluntaria y libre por un individuo tan prisionero de las circunstancias como tú, y que te lo arrebaten todo con el único fin de hacerte daño. Una puñalada rastrera por la espalda, sin razón alguna, sin provocación previa. Estamos aquí para entrevistar a la alabada autora de «El extraño caso del plátano sintiente», un modesto relato con tinte humorístico y una buena dosis de crítica que sin duda va a hacer reflexionar a todos los no veganos que se atrevan a repetir el insistente y ridículo mantra de «las plantas sienten», si es que alguno de ellos soporta leerlo hasta el final sin entrar en disonancia cognitiva y huir por patas.
—Hola, Mónica. ¿Cómo surgió esta historia en tu cabeza? —Pues como surgen la mayoría de mis historias. Yo he funcionado toda mi vida igual, en todos los ámbitos: soy como una olla a presión, voy ahí cocinando en mi cerebro todo lo que absorbo de otras fuentes, y cuando alguien aviva el fuego demasiado, estallo y expulso todo lo que llevo dentro. Luego solo queda ponerlo en orden. —¿Qué parte es ficción y qué parte no lo es? —Pues la parte no ficticia es menor de lo que imaginas, pero si te la señalara se perdería toda la magia, prefiero dejarte con la intriga. Lo que sí te puedo decir es que el detonante fue completamente real: estaba distrayendo mi mente cansada y atormentada charlando con un grupo de disidentes, cuando alguien dijo algo sobre la proteína de la leche y su posible uso para aumentar las defensas, como si la proteína de la leche tuviera algo especial. Una se autocontrola mucho, pero llega un punto en el que es imposible no hacer ciertas matizaciones. Se me ocurrió decir que la leche de vaca es para el ternero y el resto fue obra de la disonancia cognitiva. Yo no tuve que inventar mucho. Ni siquiera tengo tanta imaginación como para crear tantas excusas como hacen los no veganos. Con las de ellos y todas las que he ido acaparando en mi vida de activista, hay para un libro entero. Del tamaño de la Biblia. Parte 6. Como hoy es domingo he decidido salir brevemente de mi búnker en las cloacas y tomar un poco de sol en algún triste parque de los que pueblan la urbe, más pestilente aún que las cloacas. Si alguno de estos decrépitos árboles que me encuentro por el camino sintiera, posiblemente desearía suicidarse. ¿Quién querría echar raíces en un suelo cubierto de asfalto, expuesto a la poda arbitraria y sin sentido que los ayuntamientos decretan todos los años? No son conscientes pero hasta yo lo puedo sentir en su energía. Nada que ver con los árboles que crecen en los bosques, libres y rodeados de sus congéneres para comunicarse entre ellos mediante sus señales químicas, creciendo en mayor o menor armonía con los demás habitantes. Me tumbo sobre la hierba y miro el cielo, reflexionando sobre mis escritos y mis luchas personales. La vida es extremadamente simple, aunque quieran convencernos de lo contrario. El veganismo también lo es, en realidad no hay nada discutible en él. El problema no es que sea difícil de entender. El problema es que no quieren entenderlo. «Es muy difícil hacer comprender a nuestros contemporáneos que hay cosas que, por su propia naturaleza, no se pueden discutir; el hombre moderno, en lugar de elevarse hasta la verdad, pretende hacerla descender a su nivel.»
René Guénon. Parte 5.
Ya solo me quedaba profundizar un poco más en los procesos cognitivos que tienen lugar en la mente de los implicados cuando hay un debate tan encendido como el de si los plátanos y sus congéneres vegetales sienten o no. Según Igorsky, solo tiene sentido que alguien presente el argumento de que las plantas sienten a una persona vegana si él mismo solo se alimenta de frutos y semillas, pero me da que esta situación es altamente improbable que se dé en la práctica. Y ahora ya sé que quitarle la piel a un plátano duele tanto como romper la cáscara de una almendra para luego comértela: nada. Mientras, seguiremos buscando ents, como otros buscan unicornios. Si alguna vez alguien encuentra un ent o un unicornio, mi plan es respetar a cualquiera de ellos, como hago con todos los seres sintientes del universo. Parte 4.
Llegó la noche y volví a mi refugio en las cloacas. Sylvie había disipado en parte mi propia disonancia cognitiva, pero mientras jugaba al Tetris en el ordenador estuve vigilando con un ojo las judías que había puesto a remojo, no fuera que supieran lo que estaba haciendo y se me escaparan en horas nocturnas, trepando por los bordes del bol, como harían los juguetes de Toy Story. «Pero vamos a ver, piensa un poco, que eres veterinaria, cojones. Tuviste que repetir la asignatura de biología como tres veces pero al final te pusieron un sobresaliente, algo habrás aprendido después de diseccionar calamares y caracoles.» Ah, sí, ahora recuerdo… Parte 3.
La conversación con mi colega Sylvie estaba resultando tan productiva y agradable que se prolongó toda la tarde. Llegó la hora de la merienda y tuvimos que sacar nuestros huesitos y nuestras bolas de coco bañadas en chocolate, todo vegano y casero. Mientras los saboreaba, ahí intentando no meter las zapatillas en el riachuelo de inmundicias urbanas, pude evocar en mi memoria el momento en el que los disidentes no veganos también argumentaron que el veganismo es taaaaaaaaaan complicado, que es imposible llevarlo a la práctica. Para empezar, tienes que renunciar a tu dieta omnívora y comer lechuga o verduritas insípidas el resto de tu vida. Me dio un ataque de risa y casi me atraganto con la galleta de los huesitos. No, lo de comer lechuga solo pasa cuando tus queridos hermanos tienen la gran idea de celebrar un día especial para la familia en un asador, ignorando tus principios morales. El resto del tiempo disfrutamos de la comida como campeones, siempre que no padezcas algún tipo de trastorno alimentario. Reflexioné que la disonancia cognitiva también les impide ver que ya hay alternativas vegetales para todo lo que se puedan imaginar. Pero de qué les voy a culpar, hace años yo pensaba que el huevo era un ingrediente imprescindible en la repostería. El huevo. O sea, óvulos de gallinas (o de cualquier otra especie avícola que se les antoje) destinados a la fecundación. Argh. Parte 2.
En mi tercera noche tras conocer la terrible realidad de que soy una asesina comeplantas, tampoco conseguí dormir en condiciones. En medio de la noche me despertó una pesadilla en la que una marabunta compuesta de cientos de verduras, hortalizas y tubérculos me perseguían entre sollozos, clamando justicia y que yo pagara por mis crímenes. Las setas en concreto estaban muy cabreadas. —Pero si vosotras no pertenecéis al Reino Vegetal, sino al Reino de los Hongos. —¿Y tú crees que eso va a importar a los no veganos? Producimos esporas y sustancias que alucinan a la gente, eso solo lo pueden hacer seres con consciencia. —Perdona pero el ambientador que tenía una de mis jefas en la clínica expelía perfume cada veinte minutos según su programación y yo juraría que no tenía consciencia de ningún mal olor flotando en el ambiente, ni siquiera cuando había un perrillo hospitalizado con parvovirosis. El ambientador era un mero objeto material. —Sí, claro, ve y explícale eso a los disidentes aquellos que te crearon el trauma emocional. Si no ven la diferencia entre una gallina y un plátano, ¿tú crees que van a ver la diferencia entre un hongo y un ambientador? —Joder, es verdad. Pero espera un momento, estoy hablando con un champiñón, a ver si es que estoy alucinando yo… Ayer no comí Amanita muscaria, que yo recuerde... —O tal vez estás siendo víctima de la disonancia cognitiva, no quieres aceptar la realidad de que los plátanos sienten porque eso te convertiría en una humana sin empatía ni respeto alguno por tus semejantes. —Pero yo soy animal, no vegetal… ni hongo. —Ya. Pero ve y explícale eso a los no veganos. ¿Tú crees que…? Recordé cómo me sentía en todas esas conversaciones de activismo vegano que tuve en mi vida… Parte 1. Hace ya dos días que unos disidentes no veganos me soltaron una tremenda realidad a la cara: las plantas sienten. Ayer, después de la conversación con Frankie, no pude parar de pensar en los terribles crímenes que he estado cometiendo desde que nací: desde las papillas de cereales, pasando por los postres de fruta, hasta mis garbanzos con espinacas que son parte habitual de mi dieta, todos son platos culinarios que se basan en la explotación y asesinato de seres vivos. No pude dormir. Esta mañana me miré en el espejo y no me reconocía. Has intentado evitar a los plátanos que te vieron ejecutar a su hermano ayer, pero acabas de matar dos naranjas para tu zumo matinal, un buen puñado de cereales que se usaron para hacer tu pan, y quién sabe cuántas aceitunas han tenido que morir prensadas, aplastadas salvajemente, para que tú puedas disfrutar de ese rico aceite que has puesto en la tostada. Eres una asesina y lo sabes. Ya veo tus ojeras grises en los párpados y tu mirada de maldad. Ya estás pensando en la salsa de tomate de la cena: vas a coger a esos inocentes, los vas a hacer pedazos, así sin anestesia ni nada, y los vas a poner a cocer a fuego lento hasta que apenas sean reconocibles… Sniff. No sé si voy a ser capaz de volver a hacerlo. Lo único que me consuela es que eso es mejor que acabar en una tomatina, donde los estallan sin avisar contra una muchedumbre sedienta de diversión. Al menos yo no soy tan cruel y no los reviento con esa violencia... Podría hasta ponerles una etiqueta de bienestar vegetal, yo los mato de manera humanitaria, mientras canto rock sinfónico que siempre disfruto mientras cocino. Sí, lo que tú quieras, pero de todas formas vas a acabar como el protagonista de Crimen y castigo, destruida por tus propios remordimientos. Que lo sepas. Aquí en las profundas cloacas del refugio que me veo obligada a ocupar como miembro de la Resistencia, en espera del apocalipsis zombi que se avecina (según afirman algunos), un perturbador hecho me ha empujado a reanudar mi Diario de Guerra y escribir estas líneas. Vengo de constatar que los cerebros de algunos disidentes han dejado de funcionar correctamente y ya ni pueden discernir lo real de lo irreal. Temo que se nos haya infiltrado algún vacunado en el grupo y esté propagando indiscriminadamente el virus de la estupidez humana ilimitada. Eso no puede ser. La Resistencia está en grave peligro.
Piensan que las patatas sienten, tócate los huevos… No solo las patatas, sino cualquier otro ejemplar perteneciente al Reino Vegetal, si seguimos las categorías establecidas por esa pseudociencia que llaman biología. Afirman que viven y mueren, lo cual es verdad, pero añaden, sin sonrojarse, que además aprecian su vida tanto como lo haría un corderillo. Creen que las manzanas se aterrorizan cuando las coges del árbol para hacer compota. El manzano se indigna cada vez que le robas las manzanas, destinadas a sus crías, los manzanitos. Por tanto, creen que los veganos debemos dejar de matar a esos «individuos» vegetales… ellos no, claro, porque ellos van a seguir matando animales y vegetales sin distinción. Les gusta mantener las tradiciones, por muy primitivas que sean, y los demás tenemos que respetar sus deseos. No sé, estoy un poco confundida. Yo siempre pensé que eran los animales no humanos los que estaban dotados de consciencia y por tanto de la capacidad de sentir, de saber que estás vivo, apreciar tu libertad y preservar tu vida el mayor tiempo posible. Las vacas lecheras se pasan días mugiendo de pena cada vez que les roban su cría, a la que iban a amamantar después de gestarla durante nueve meses. ¿Por qué un aguacatero no tiene el mismo comportamiento cuando coges sus aguacatillos? Me da que estos disidentes me están tomando el pelo, pero puedo estar equivocada. Tal vez estos disidentes han evolucionado y tienen una sensibilidad de la que yo carezco, a pesar de ser vegana y llevar años sin participar de la explotación animal. |
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