El año pasado por estas fechas me marqué una despedida de ciclo bastante triste y amarga, no en vano acabé mi diario personal, por primera vez en mi vida, con un «Fuck you, 2022» (espero que no haga falta traducción para esto). Posiblemente fue la peor etapa de mi existencia como mujer nacida en 1975, y eso que siempre trato de ser lo más objetiva posible e incluso optimista, consciente como soy de que he vivido etapas mucho peores. Por eso este año, como me siento más generosa y más en paz con las experiencias vividas estos últimos meses, he decidido regalar a todos mis lectores mi relato El extraño caso del plátano sintiente. Como siempre, he disfrutado con la última revisión y el formateado final, y aunque todas las obras de un escritor son mejorables, estoy orgullosa del resultado. Espero que lo disfrutéis tanto como yo. Enlace de descarga:
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Parte 2.
Me gustaba cómo estaba quedando mi corazón. Habían sido días de duro y minucioso trabajo, pero por fin sus paredes lucían lisas y resistentes, y la última mano de pintura le daba un aspecto fabuloso. Hubo noches que aún se ponía a latir desbocado, como si recordara con furia las heridas infligidas o quisiera huir del peligro, y entonces me veía obligada a abandonar el talan y buscar el efecto reparador de las aguas del manantial, o incluso unirme a los elfos cantores. Al principio no reconocía mi voz, después de tanto tiempo sin querer hablar y mucho menos cantar, pero no tardó en brotar clara y cristalina como siempre había sido. Un día apareció Galdor y alabó mi trabajo y mi rápida recuperación, pero a pesar de ello, para cuando volviera a mi mundo, debía aprender a defenderme. Me entregó dos largos y afilados puñales, uno labrado en oro y otro en plata, y me instó a que los agarrara fuertemente con los puños. —Sé que no os gustan las armas. A nosotros tampoco. Pero sabéis que lamentablemente os serán útiles. Son sólo defensivas, vuestra intuición os dirá cómo hacer uso de ellas: uno es para parar los golpes que caerán sobre vos, el otro para devolver el daño pero de manera muy sutil... más que para devolverlo, para disolverlo en el aire y que en lugar de llegar a vos vuelva a vuestro agresor envenenando su alma. En cierto modo ya sabéis hacerlo, sólo debéis perder el miedo a utilizarlas, recordar que podéis hacerlo, ser más consciente de vuestro poder y no olvidar que en vuestro mundo la Sombra aún pervive en muchos humanos. Sólo con saber que existe y que podéis derrotarla, desaparecerá, pues sólo se alimenta del odio, la venganza, la envidia y los demás malos sentimientos que alberga el corazón de los débiles. »Pero el verdadero regalo es este —y Galdor me enseñó la fina envoltura de mithril que cubría mi corazón, haciéndolo fuerte y prácticamente intocable—. Ahora ya sabéis cómo reconocer y curar vuestras heridas, pero este escudo os ayudará aún más. La protección que otorga no es completa, pero sólo una daga muy poderosa y malintencionada podrá atravesarla. Sois una mujer muy afortunada. El brillo en sus ojos delataba su total sinceridad. Parte 1.
El hidromiel tenía un sabor fuerte y dulce al mismo tiempo, y su aroma me recordó al de la canela, pero me atraganté y tosí con los ojos llenos de lágrimas. La sonrisa de Galdor era cálida como la luz del sol. —¿No os gusta? —No oséis llevároslo de aquí hasta que me lo acabe todo —dije. La vida en el talan transcurría lenta y tranquila, tanto que era difícil adaptarse para alguien que llevaba tanto tiempo tratando de mantenerse a flote en el fuerte oleaje de una tormenta sin tregua. Por las mañanas la luz dorada del sol se filtraba a través de las hojas de los mallorn, y aun difuminada por los árboles, la energía penetraba por cada uno de los poros de mi cuerpo. El aire era fresco y limpio, y de vez en cuando llegaba alguna ráfaga de viento que me ayudaba a limpiar de cenizas mi habitáculo, como me había enseñado Galdor. —Bien. Veo que el color ha regresado a vuestras mejillas y que el fardo que traíais sobre vuestros hombros ya no os pesa tanto. Pero aunque vivir en un talan rodeada de cánticos élficos y colores otoñales es muy agradable, nadie viene aquí por decisión propia, sino porque algo le ha obligado a ello. ¿Puedo saber el qué? Según Galdor hablaba mi mirada había ido desviándose hacia el borde de la plataforma de madera, y de ahí al abismo que había debajo. Sentí vértigo. —Ni yo misma lo sé... En mi mente retumbó de pronto un trueno, y un relámpago cegó mis ojos. Miedo... como una niña sola en su habitación por la noche y la lluvia golpeando en los cristales. —Estaba perdida... Ya no sabía adónde dirigirme ni qué hacer. Todo ha dejado de tener sentido. Eliges el que crees que es el mejor de los caminos, a pesar de sus vueltas y sus aparentes atajos, y de los caminantes que te engañan, cuando no envenenan directamente a tu montura, y cuando crees que el final está ahí y tu destino está cerca, empiezas a descubrir que el camino se está desmoronando, y que es imposible avanzar un paso más porque los adoquines se resquebrajan, y el lodo te engulle, y sólo has vuelto al principio... y ya no eres la misma que cuando partiste, y te sientes incapaz de comenzar otro camino, sea cual sea. Para vosotros los elfos es fácil, pues vuestra vida sigue y sigue durante innumerables años humanos, pero a nosotros se nos escapa el tiempo. Los segundos se escurren por nuestros dedos, y ya no los podemos recuperar. El semblante de Galdor era ahora serio, y sus ojos algo más oscuros. —No, el tiempo no es el mayor de los problemas. No para los amigos de los elfos, al menos. Eso debéis recordarlo. El hidromiel ha soltado vuestra lengua, pues no esperaba que supierais explicarlo tan bien. La confusión ata a todo aquel que llega a Lothlórien como vos, buscando consejo y consuelo en los sabios. Puedo ver en el fondo de vuestro corazón, y puedo leer en vuestros recuerdos cada uno de los obstáculos que hallasteis en vuestro camino. Pero sólo una de entre nosotros puede llegar hasta lo más recóndito de vuestro espíritu y liberaros de vuestra carga: esa es la Dama Galadriel. Galadriel... Al oír su nombre mi corazón dio un vuelco en mi pecho. En mi mundo sólo era una figura imaginada mediante un libro, una historia, una canción... pues los hombres aún la recuerdan: alguien a quien temer y a quien admirar, alguien que no se puede describir en palabras, sino sólo sentir y nunca olvidar. Cuando escribía mi anterior entrada, me preguntaba si merecería la pena publicar el relato que menciono en ella, «Bromazepam». Tengo un buen puñado de relatos cortos inéditos y siempre he pensado que debería publicarlos. Así que lo busqué y para variar me quedé impresionada, realmente pensaba que sería un relato más inmaduro y peor escrito que lo que suelo escribir ahora. Publico hoy la primera parte. Fecha original: escrito del 20 de noviembre al 2 de diciembre de 2008. Tenía 33 años. Surgió en el transcurso de una meditación que sirvió como terapia para superar un episodio de ansiedad/depresión que el médico decidió tratar con bromazepam. Esto fue tres años antes de que iniciara el verdadero «viaje». Era mediados de otoño cuando decidí volver a la Tierra Media y retirarme de un mundo que ya me oprimía demasiado. En la verde campiña, rodeada de una espesa niebla, me encontré a mí misma ataviada de nuevo con mi desgastado manto de viaje, la capucha bien echada sobre la cabeza para ocultar las posibles lágrimas que pugnaban por brotar. A mi alrededor, no más que soledad y vacío, infinita calma que podía aspirar hasta el fondo de mis pulmones, para limpiarlos y olvidar.
Pensé dónde ir. La Tierra Media es inmensa y cada lugar posee su propio tipo de magia. Pero estaba claro qué era lo que más necesitaba: reposo, un lugar donde llorar acompañada de los suaves cánticos de los elfos, paz para comprender y poder abandonar el dolor antes de partir. Un lugar donde el tiempo no es que se detenga como muchos creen, sino donde vuelve a adquirir su antiguo significado: no algo vacío que llenar con cosas que hacer, ver o decir, sino algo lleno ya en sí mismo, repleto de vida y pensamientos y sensaciones, tiempo que compartir con los demás, con la sabiduría de los que ya no buscan, porque saben que todo lo que deseamos encontrar está en nuestro interior. Allí me transporté, a Lothlórien, a la última morada de los elfos, donde aún es posible verlos si sabes cómo mirar, y de pronto me vi rodeada de estilizadas figuras grises y cabellos dorados que me cortaban el paso y me preguntaron quién era. Uno de ellos se adelantó y me reconoció. —No es necesario que os identifiquéis, Erwen Celebeithel. Ya estuvisteis aquí antes, y aquí podéis morar un tiempo si así lo deseáis. Grandes sois los amigos de los elfos, aunque en vuestro mundo os juzguen pequeños y débiles. Portáis un gran dolor, como muchos de los que llegan perdidos a Lórien. No sé si hallaréis completa sanación, pero vuestras heridas cerrarán y podréis volver al mundo, donde pertenecéis. (Escribí este microrrelato directamente en inglés.)
Her eyes… black, deep, fierce, supplicant and full of fear. They search mine for hope, something I cannot give. A choice. «Run! Run as fast as you can, and I will deal with the men in black cloaks with my holy sword.» But I am a prisoner of my vows, so those words I utter not. They would mean my death, a betrayal to my brothers. The end of the Cause. Instead I say: «I know you are not a witch, and God knows just as well. But the Inquisitors do not. If you resist, you will just prolong the agony.» She understands there is no escape. Torment and death are on their way. I could have saved your life, but I chose to save mine, and now I know I did not betray my Faith, but betrayed myself. Now I willingly pay with guilt and sweat and tears and blood and a new vow, that if I ever find you again, I will help you to heal all those souls you could not touch with your wisdom and the gift of your hands, just because ignorants thought you were the Devil, when indeed you were an Angel in disguise. [Se recomienda leer previamente: Visitando a un condenado.]
Haldor no lo oyó llegar. Había apilado y apartado a un lado los platos para que el tabernero se los llevara, y cuando volvió a alzar la vista, ahí estaba: un hombre que se había autoinvitado a la cena, aunque ya no quedaba nada por compartir. Apoyaba los codos sobre la mesa y le miraba fijamente. Sus anchas muñequeras de cuero, bien apretadas con cordones, le hacían pensar en un cazador. Llevaba su largo y áspero cabello castaño recogido de alguna forma a la altura de la nuca, pero no veía cómo. No llevaba ropas demasiado gruesas para la fría noche que caía ahí fuera. Su silencio era escalofriante. —¿Qué queréis? El extraño pareció sorprenderse de la pregunta. —¿Qué quiero? Fuiste tú el que se presentó en mi celda, horas antes de mi muerte, haciendo preguntas cuyas respuestas nadie quiere conocer. ¿Recuerdas? Haldor trató de recordar. Su memoria fallaba con frecuencia. Había sustancias que le llevaban demasiado lejos, y luego le costaba volver. Quedaba poco para oscurecer cuando Haldor hundió las botas en el barro que cubría el camino. Las huellas que habían dejado las ruedas de los carromatos se perdían en la distancia. Con las lluvias los transeúntes habían corrido a refugiarse a sus casas, y las primeras luces rojizas se habían encendido tras los cristales de las ventanas. El aprendiz de hechicero miró hacia el cielo por debajo del borde de su capucha. Las nubes seguían allí, grises y pesadas. A él nunca le había importado la lluvia, pero sentía los pies doloridos y sobre todo mucha sed.
El edificio que hacía de posada, con su perfil asimétrico, las maderas astilladas y quejumbrosas, el vidrio opaco y polvoriento, no invitaba precisamente a entrar. Además ya conocía su interior, por haber descansado allí en el pasado. Un humo gris se infiltraba en todos los rincones; el sonido incesante de vasos, platos, cucharas y voces humanas hacía imposible cenar en paz; y las continuas distracciones le impedían hallar el sosiego dentro de sí mismo. Si se dirigía allí era solo por necesidad. Y porque un buscador requiere de vez en cuando el contacto con la materia burda, para no perderse demasiado en su búsqueda. El anciano Hathaur se hallaba en estado contemplativo junto al fuego cuando la puerta se abrió de par en par y una fría ráfaga de viento hizo oscilar las llamas. Sin abrir los ojos, Hathaur oyó que alguien entraba pisando con fuerza y dejaba caer algo al suelo. Percibió inquietud, impaciencia, algo de ansiedad. Una mirada inquisitiva escudriñando los rincones. Una voz familiar interrumpió su calma mental.
—¿Maestro? ¿Estás despierto? El anciano se agitó y abrió los ojos, perdiendo su visión interna de la realidad. Gruñó por lo bajo y buscó su bastón para poder incorporarse. Antes de que se levantara, Haldor descorrió la raída cortina y se apresuró a ayudarle. —Muchacho… no te esperaba hasta mañana. —¿Sabías que venía? —El hijo del molinero te vio hace un par de días. Dijo que no parecías tener prisa. —Dijo bien. Parecía… Apoyándose en su discípulo echó a andar y juntos llegaron a la sala. Haldor arropó a su maestro con una gruesa manta y ambos se sentaron sobre las pieles, justo debajo de la calavera con cornamenta de antílope suspendida del techo. Hubo un momento de silencio. Había tal torbellino de pensamientos en la mente de Haldor, que a su maestro le fue imposible discernir la causa exacta de su visita. Aunque ya hacía tiempo que no convivían, Haldor no se alejaba mucho. Con frecuencia necesitaba escuchar de los labios de otra persona las enseñanzas que ya estaban en su corazón. Haldor fue directo al grano. —No estoy seguro de que el mundo exterior esté hecho para mí. Hathaur dio un respingo. No se había sacudido aún del todo el sueño. Miró a su discípulo y lo observó con detenimiento. Vio una sombra de preocupación en su frente y señales que le decían que no había dormido bien últimamente. Sí, no me gusta mucho duplicar contenidos en mis blogs, pero creo que esta ocasión lo merece. Al final, como no gané el concurso al que me presenté, y el relato que escribí me parece tan bueno, he decidido echar para delante y publicarlo tal cual, tanto en papel como en formato electrónico. Así que muy pronto lo veréis por aquí junto a mis novelas ya publicadas. Mientras ultimo los últimos detalles de la publicación, os dejo un fragmento de la historia. Es uno de mis favoritos, pero lo que viene después es aún mejor. Cuando lo releo y me emociono, incluso me entran escalofríos... considero que es una buena obra. ¡Vosotros diréis! Y si me pongo, podría sacar una saga entera a partir del relato. Lo difícil es ponerse... Criogenizados (fragmento).Al principio, la Cámara de Renacimiento no parecía distinta a una prolongación de un Cementerio Helado común. Habían reunido allí los tanques. Los ocho cabían de pie en un espacio muy pequeño, y te podías deslizar entre ellos para chequear los controles e incluso echar un vistazo a los rostros de los individuos criogenizados, moviendo a un lado la tapa que cubría el visor. Esto se hacía fundamentalmente para los familiares. Cristina lo había hecho durante toda su vida por pura curiosidad, porque le fascinaba la muerte. Pero ahora el cementerio se iba a convertir en una especie de cálido útero del que volvería a surgir la vida, y por eso poco a poco habían comenzado a referirse a él como Cámara de Renacimiento. Con independencia del nombre que le pusieran, Cris no había podido resistirse a visitar la cámara fría cuando la falta de sueño la había sorprendido en medio de la noche. Siempre podía echarle la culpa a su gran celo profesional por estar allí a esas horas de la madrugada, cuando los sistemas temporales automáticos establecían una menor intensidad de luz y sonidos ambientales de efecto calmante. La gente normal se retiraba a descansar. Con frecuencia ella aprovechaba para realizar otro tipo de actividad que la distrajera de su rutina diaria, pero ¿dormir? Eso le parecía malgastar el tiempo. Últimamente vivía para el proyecto. Y no podía dejar de admirar todo el trabajo que tanto ella como sus antecesores habían llevado a cabo a lo largo de los años. Evan Cooper, uno de los primeros en proponer que un ser vivo podía ser criogenizado y después revivido, tenía que haber estado allí. Robert Ettinger, autor de un libro que la había fascinado desde niña, se merecía ocupar uno de los asientos en primera fila. Los fundadores de Alcor tenían que haber sido invitados de honor. Era una pena que no todos hubieran elegido la criogenización como método de conservación de sus cuerpos... aunque la verdad es que las técnicas primitivas de entonces quizá no habrían sido suficientes para culminar con éxito el proceso de resucitación. De algún modo sentía que todos esos hombres y mujeres pioneros en su campo estaban allí a su lado, testigos mudos de lo que estaba a punto de ocurrir: la victoria de la vida sobre la muerte. Andreas Hoffer y Patricia Ullman no habían sido científicos de renombre asociados a la criogenia. Eran personas anónimas, con vidas desconocidas para el público, pero para Cris eran casi como miembros de su familia. Andreas tenía treinta y siete años cuando murió ahogado tras el hundimiento de un barco en el Atlántico. Pudieron recuperar su cuerpo a tiempo y criogenizarlo antes de enviarlo a la colonia lunar, donde ya se hallaban una abuela y un primo almacenados. Andreas pertenecía al grupo A1, el que en teoría debía causar menos complicaciones. Llevaba muerto la friolera (nunca mejor dicho) de cincuenta y ocho años, lo que en criogenia era poco más que un suspiro. Cris tenía grandes esperanzas con este sujeto, por su buena condición física en el momento del fallecimiento. Patricia, por el contrario, podía dar más problemas. Pertenecía al grupo B2. Solo llevaba criogenizada diez años, pero su edad era avanzada. La causa de su muerte había sido un fallo renal agudo. Con las técnicas de regeneración ultramicroscópica que conocían habían conseguido rejuvenecer el tejido renal. No parecía haber ningún impedimento para que este volviera a funcionar correctamente, pero aún así eran de esperar algunas complicaciones. El cuerpo de Patricia no tenía un aspecto tan saludable, a pesar de que los pliegues de envejecimiento habían sido reducidos al mínimo y para nada parecían pertenecer a una persona cercana a los noventa años. Era un caso interesante de todos modos. Iban a tener ocasión de probar más de un método experimental relacionado con los telómeros. Quizá la criogenización resultaría más eficaz que cualquier tratamiento estándar de belleza, y Patricia se alegraría de haber regresado. El prisionero alzó la mirada hacia la silueta borrosa que había aparecido cerca de de la entrada. No le había oído llegar, lo que era complicado dado el infernal ruido que hacían los cerrojos oxidados cada vez que abrían la puerta. Probablemente había estado dormitando... aunque en las últimas largas y oscuras horas le hubiese sido imposible conciliar el sueño. Se incorporó con dificultad y gran dolor, apoyando su espalda contra la pared. El grillete de la muñeca izquierda se clavaba en las llagas, y la argolla del cuello le presionaba la garganta, además de pesar como mil demonios. Al moverse, las cadenas fueron arrastradas y el sonido retumbó en toda la celda. En la penumbra, solo alcanzaba a distinguir que la figura llevaba una capucha gris, y parecía observarle en silencio. Se preguntó quién podría ser. Hacía mucho tiempo que se había quedado solo.
—¿Vas a pasar? ¿O tienes miedo de mí? La figura se aproximó y descubrió su cabeza. La poca luz nocturna que entraba por el ventanuco le iluminó por un instante la cara. Su piel pálida contrastaba con su largo pelo moreno. El joven era delgado y tenía los dedos largos y frágiles como los de una muchacha, pero en sus ojos había una determinación que raramente había encontrado en miembros de su clan. —Quiero comprender —dijo. El prisionero le observó largamente desde su posición en el suelo. Su afirmación le pareció tan extraña como irrealizable. ¿Acaso tenía él algo que explicar? Su prudencia le hizo callar y esperar. Al ver que no decía nada, el extraño se le acercó un poco más y trató de escudriñar su rostro, hasta el punto de hacerle sentir incómodo. El prisionero hizo un movimiento brusco para evitar que se acercara más y se escondió de la luz. —¿Qué quieres de mí? El extraño se había detenido frente a él, a menos de un paso de distancia. De manera completamente silenciosa se agachó y se puso a su altura. Parecía un monje apiadándose de él. Piedad no era lo que más había necesitado. Pero eso ya no importaba. —Mi nombre es Haldor —dijo el extraño—. Sé... sé que este es un mal momento para vos, y no quiero hurgar en vuestras heridas. Pero me gustaría haceros unas preguntas. No tardaré en irme. He oído vuestra historia... Hay cosas que no entiendo. ¿Por qué os entregasteis? Si sois inocente, ¿por qué rendiros tan fácilmente, cuando ya estabais en plena huida? ¿Por qué no seguisteis luchando? —¿Insinúas que me rendí? ¿Eso crees? ¿No se rinde alguien cuando hay algo que quiere conservar? Tus tierras, tu familia, tu vida... —el prisionero sacudió la cabeza—. A mí ya no me queda nada de eso. En la mente de Haldor aparecieron dos tumbas cubiertas de tierra, una al lado de la otra, una más pequeña que la otra. Cuchillos en la nieve, una mujer llorando, el cuerpo de un niño muy pequeño cayendo inerte al suelo, con un profundo corte en el cuello. Era difícil aislarse del dolor. —Aún conserváis la vida. —Por poco tiempo. |
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