Somos cáscaras de nuez en un océano de inmundicia. La frase no es mía. La acabo de escuchar en uno de los vídeos más recientes de Lobo Estepario, hombre al que solo conocerán los miembros de la Resistencia. En el vídeo explicaba cómo acababa de recibir un golpe bajo por parte de uno de esos inhumanos de los que muchos queremos alejarnos. Lobo se hizo amigo de uno de esos pobres perros que pasan su vida encadenados en el patio de una finca. El perro se orinaba encima de la alegría cuando Lobo se acercaba para acariciarlo y darle unas palabras de cariño. El ritual se repitió durante varios días y Lobo llegó a intercambiar algunas palabras amables con su propietario. Se llevó una desagradable sorpresa la última vez que se acercó al perro. El inhumano ser que se considera amo del pobre animal le dijo que no quería que volviese a tocar ni hablar con su perro, que podría morderle. El propietario de ese perro es uno de esos zurullos que nos encontramos flotando mientras navegamos como cáscaras de nuez en ese océano de inmundicias. Los que siempre hemos sido sensibles con los animales no humanos llevamos surcando ese mar toda la vida. Así que puedo sentir el dolor de Lobo en mi corazón. Es como estar en una cárcel y que te cierren la ventana para que ya no pueda entrar ni un rayo de sol. Es como estar hambriento de cariño e inocencia, encontrar ambos en la compañía ofrecida de manera voluntaria y libre por un individuo tan prisionero de las circunstancias como tú, y que te lo arrebaten todo con el único fin de hacerte daño. Una puñalada rastrera por la espalda, sin razón alguna, sin provocación previa. No hacen falta muchos años de infancia para darte cuenta a qué mierda de mundo has venido, en el que muchos humanos son capaces de verter sus frustraciones sobre seres inocentes e indefensos, ya sea un perro, un gato, una mosca o un niño. Cuando eres una persona especialmente sensible con los animales no humanos, tu corazón llora cuando ves cualquier tipo de maltrato sobre ellos, y nunca llegas a comprender esa obsesión con matarlos a todos: a las cucarachas, a las avispas, a los abejorros, a las ratas, a las palomas, a las lagartijas, a los lobos. A los ojos de los humanos ignorantes, todos ellos representan algún peligro del que hay que protegerse. Pero, por supuesto, la que está mal de la cabeza serás siempre tú, la sensiblera de turno, «a quien le importan más las bestias que las personas». Luego, están los tipos que tiran al perro de la novia por el balcón, como venganza. Esos ya pertenecen a otra categoría. Pero aunque muchos lectores no estarán de acuerdo, esos tampoco son distintos a los que matan por placer en monterías o en un río lleno de truchas… ni a los que compran cadáveres empaquetados en los supermercados o productos varios procedentes de la explotación y muerte de esos individuos que según su especie y circunstancias provocan lágrimas de cocodrilo en algunos humanos, o la más absoluta de las indiferencias. En algún momento aprendes que la raíz del problema es el hecho de que los consideramos nuestros esclavos, meros objetos que poseer. Y cuando te atreves a manifestar esta realidad en público, entonces ya no eres una sensiblera, sino una extremista que te atreves a comparar la situación de los animales no humanos con un holocausto que permanece invisible a los ojos de la mayoría. En tiempos de guerra eres más consciente que nunca de la falta de amor y empatía en la humanidad. Algunos, si no pueden tener amor para sí mismos, porque ni siquiera han aprendido a ganárselo, no soportan que tú sí lo tengas, por mínimo que sea: un ronroneo de un gato o un meneo de cola de un perro vagabundo con el que compartes un mendrugo de pan. Recuerdo ahora aquellos niños que un día me preguntaron cómo hacía para que los gatos callejeros se me restregaran por los pies y me permitieran acariciarlos. «Es fácil», les expliqué. «En lugar de tirarles piedras como vosotros hacéis, basta con darles un poco de amor». Me miraron como si estuviera loca. Pero lo cierto es que los animales necesitan poco para dártelo todo. Luego, la mayoría de ellos son traicionados por aquellos en los que confiaban, empezando por el pastor y acabando por el que los abandona en la carretera. En tiempos de guerra buscamos más que nunca el amor en los animales, pero raramente es un amor de verdad, sino simple consuelo ante nuestro fracaso de fabricar cualquier tipo de amor, sea inter o intraespecie. No en vano dicen que durante la plandemia aumentó el número de adopciones de perros y gatos. Ya que estamos encerrados por nuestra propia estupidez, encerrémoslos a ellos también con nosotros y así sufrimos todos juntos. Los usamos para llenar el vacío oscuro de nuestras almas, quizá igual que usamos a otros humanos, para luego deshacernos de ellos en cuanto ya no los necesitamos. Como a Lobo, a mí también me da mucho asco este mundo. No el mundo realmente, sino la mayoría de los humanos que viven en él. Y cuando lo llevas viendo desde que eres pequeña y sabes que poco puedes hacer para que cambien, llega un momento en el que prefieres vivir en una cueva antes que volver a ver la cara de alguno de ellos. El dolor no desaparece nunca, sino que se va haciendo más y más profundo. Me vienen a la mente estas palabras de una gran canción de Marillion: The blue pain Fades to a point where it doesn't fade It stayed Blue Stirred his red coat heart to this strange engine This love This love This inconvenient, blind, blood-diamond This puzzle I don't understand That knows no faith And tries and fails And tries again Stares at the sea The night's dark deep For one last time And bleeds And bleeds And dies for you And lies And is to blame And is ashamed And is not the same And is true And is true La cáscara de nuez va a la deriva en el océano de inmundicias. Y mientras te balanceas con las olas, contemplando la oscura superficie del mar y la luna reflejándose sobre ella, lo único que piensas es: «Por Dios, que venga ya la tormenta final y que se los lleve a todos al infierno». A los zurullos, digo.
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