Leyendo «The holy road», la segunda parte de la novela «Dances with wolves», lo que menos me podía esperar era la descripción con todo detalle de uno de los primeros mataderos, las famosas líneas de matanza que luego inspiraron a Ford para producir coches de la misma manera tan eficiente.
Un jefe indio comanche, en su primera visita a una gran ciudad poblada por blancos (Washington) siente curiosidad por saber cómo los blancos producen carne, y lo que ve allí le horroriza, a pesar de que supuestamente los indios están habituados a la caza y a la guerra. Sin embargo, no comprende cómo un blanco puede lanzar cuchilladas a la cara de un cerdo, a causa de la ira que le produce una burla de un compañero. En lugar de degollarlo directamente, se ensaña con él, lo trata «como a un enemigo», según describe el jefe indio. No rezan por esos animales que matan, no sienten ningún respeto, no parecen darse cuenta del miedo reflejado en sus ojos, el mismo que el jefe indio ha visto en las mujeres que mueren dando a luz o en guerreros caídos en la batalla. Desde que volví de Asturias a la gran cloaca me siento como esos indios que veían a los blancos invadir su tierra y siento la misma impotencia que debían de sentir ellos. Me siento como una salvaje extraña que ya no sabe cómo va a recuperar la verdadera humanidad. Somos parte de una civilización deplorable que va camino de la autodestrucción, pero unos permanecen ignorantes a la esclavitud animal, otros no quieren reconocer que ellos mismos son esclavos de esta sociedad, y la gran mayoría permanece ciega al monstruo que creó esta civilización de egoísmo y muerte, un monstruo que ya existía en tiempos de los indios americanos y que sigue avanzando inexorablemente. A la niña india la mataron hace siglos, cuando masacraron a toda su familia y ella fue rescatada por uno de los pocos blancos buenos que había. Creo que jamás se recuperó. She's inside me, and she's crying.
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Me sorprendí al ver tantos compañeros presos en el aula. Ni siquiera el último tema que se había tratado en una conferencia —algo sobre cómo ganarse la vida sin delinquir— había generado tanto interés. Me acerqué a la tribuna y esperé a que guardaran silencio. La última en entrar fue la funcionaria de prisiones. Cerró la puerta (con llave para que no se escapara nadie, claro) y se sentó en el pupitre vacío más cercano a la salida. La miré esperando nuestra señal y me guiñó un ojo. Eso significaba que todo estaba listo y que nadie nos molestaría.
En la pizarra blanca había escrito con rotulador cuáles eran los puntos a tratar en la charla:
Ya había reparado en que muchos miraban extrañados la lista y esperaban que el compañero de al lado supiera algo de lo que estaba pasando allí, pero no se atrevían a hablar, no fuera que acabaran haciendo horas extra en la lavandería. Finalmente uno de los jóvenes con tatuaje del fondo se atrevió a levantar con timidez su mano. Le di permiso para hablar. —¿Pero no nos has hablado ya de todos esos puntos? ¿No íbamos a aprender cosas nuevas hoy? Yo ya he incorporado el hummus a todas mis comidas… siempre que el cocinero anuncia que hoy hay garbanzos en el menú. —Pues yo escribí una carta al zoo pidiendo que dejaran de criar animales no humanos para exhibirlos al público, que de conservacionistas no tienen nada… —¡Yo posteé en un grupo de Facebook un artículo entero sobre bienestarismo! —¡A mí me llamaron francionista, como usted predijo, señorita! La última exclamación provocó un coro de risas en toda la sala. Yo me sentía satisfecha por todo el trabajo que llevaba hecho en estos días de encarcelamiento. Nunca mi labor de activista había llegado tan lejos. Había ido eligiendo a mis alumnos con mucho cuidado. Como yo, la mayoría tenía condenas cortas que estaban a punto de cumplir, y pronto habría una nueva legión de nuevos veganos por las calles. Veganos bien formados, por supuesto, no como el 90% de los que se dicen veganos. También había ido descartando a los poco inteligentes, por ejemplo, todos los que me enseñaban los dientes y me decían que eran carnívoros. Esos se merecían condenas eternas… pero en el infierno. Les sonreí y les pedí que me atendieran. Uff… ya estoy casi fuera de tiempo para publicar mi escrito de cuarentena de hoy, que tengo que hacerlo antes de las 24 horas (vale, confieso que he hecho trampa alguna que otra vez, pero no hoy). La razón de mi retraso, aparte de que he tenido que ir a trabajar y pasarme una hora haciendo la compra, es que estuve ultimando el artículo más largo que he escrito en mi vida sobre veganismo, y posiblemente uno de los mejores. No, no tengo abuela, pero eso da igual…
El caso es que me he quedado aquí saboreando el placer que me ha dado escribirlo, después de un silencio prolongado limitándome a observar el ir y venir de la gente bajo situaciones de falsas pandemias. Me he quedado reflexionando sobre el concepto que más llamó mi atención en la basura de artículo que analizaba: ratas abandonando un barco. Elegí una imagen más bien amable, que tampoco quería destrozar más al individuo que escribió el artículo, aunque estuve dudando entre esa y esta otra: Hoy empieza a pesar de verdad este estado de estupidez planetaria en el que nos han sumergido casi sin darnos cuenta. Hoy no puedo ser optimista respecto al futuro, aunque puede que cambie de opinión dentro de una hora, dentro de un día… Y creo que lo que me ha afectado de verdad, porque hasta ese momento estaba medianamente bien, es la noticia de que el Matadero Central de Asturias ha roto todos los récords de asesinatos de inocentes. El artículo en concreto, compartido por un compañero activista, decía que el matadero «donaba» dos mil kilogramos de comida. Supongo que la elección de estas palabras en concreto es para quedar como unos héroes más en esta hecatombe ficticia llamada «pandemia por Covid-19».
Pero matar inocentes jamás debería ser considerado una heroicidad, menos en una civilización en la que nos ahogamos en basura, en la que se tiran frutas y verduras porque sobran, o se derraman litros de leche de vaca, obtenida mediante el sufrimiento y el asesinato de más seres inocentes, porque no alcanza un valor de mercado suficiente. Las principales causas de mortandad se derivan del abuso de los alimentos. La pandemia de obesidad ya le lleva unos cuantos años de ventaja al coronavirus, pero esa no le preocupa a casi nadie, y hay madres que se enrabietan si un nutricionista sugiere cambiar las galletas del desayuno por un plátano o un puñado de frutos secos. Capítulo 4.
Los organizadores de la manifestación animal pidieron a los asistentes que prestaran atención. —¡Bienvenidos todos a esta asamblea extraordinaria! —comenzó a balar la cabra—. Me alegro de que la distribución de los panfletos haya sido tan rápida y efectiva. Como sabéis, la situación en la Tierra ha llegado a un punto insostenible e inaceptable para toda la comunidad animal. Hay compañeros que incluso se han negado a reencarnar, ya que ni siquiera tienen tiempo de vivir sus vidas con plenitud. Los humanos se han empeñado en tratarnos como esclavos desde que nacemos hasta que morimos, no nos dan ni un respiro. Se han adueñado de todo y nos meten en el mismo saco con la «naturaleza» y los vegetales, como si una zanahoria tuviera los mismos sentimientos que un cordero. Se han olvidado de que somos seres individuales con consciencia (seguramente más desarrollada que la suya, por cierto), de que no estamos aquí para servirles en sus deleznables propósitos. ¡Ni siquiera se acuerdan de que antaño hablábamos el mismo idioma y no teníamos problemas para comunicarnos! ¡Tenemos que poner fin a todo esto! Un clamor procedente de la multitud se extendió por toda la explanada, infinitos sonidos de todas las clases llenaron el aire (o más bien el éter), incluyendo los que hacían las cacerolas golpeando unas contra otras. Cuando el grado de excitación disminuyó un poco un gorila con canas que estaba sentado detrás de la cabra se levantó y tomó la palabra. —Cuidado. No nos comportemos como infantiles humanos. Llevamos muchas más generaciones que ellos poblando nuestro querido planeta, y tenemos que demostrar que somos más sabios que ellos. Tenemos que poner fin a la esclavitud sin sucumbir a la violencia como hacen ellos constantemente y pensando una buena estrategia. —¿Alguna idea, hermano gorila? —baló la cabra. —¡Claro! Este problema no es nuevo. Ya hace décadas que nos pusimos en contacto con algunos humanos para que empezaran a despertar, y se están haciendo algunas cosas a nivel terrenal, pero todavía no es suficiente. Y como su población no deja de crecer a un ritmo endiablado, cada vez más y más de nosotros tenemos que morir para satisfacer sus deseos egoístas. —¡Ni uno más! —cacareó una gallina entre la multitud. —¡Ya basta de muertes! —rebuznó un burro de grandes orejas. —¡A la revolución! —¡Que vuelvan los mamuts! —¡Y los osos cavernarios! —¡Y los tiburones blancos! —¡Calma! —exclamó la cabra—. ¿Qué dice nuestro experto? —Yo digo que actuemos con inteligencia —explicó el gorila—. Los humanos fabrican armas demasiado poderosas y diseñan instrumentos de tortura cada vez más sofisticados para destruirnos sin piedad y mantenernos sometidos. La fuerza bruta de los mamuts… ni siquiera la de los dinosaurios, podría hacer nada contra la tecnología que desarrollan ahora los humanos. Un murmullo de decepción recorrió a todas las almas, como el rumor de un mar embravecido. Capítulo 3.
La verja metálica debía de tener como mínimo cinco metros de alto. Casi parecía un muro de esos que construían a veces los políticos en la Tierra para evitar que unos terrestres se mezclaran con otros terrestres. Pues sí que debían de estar mosqueadas las almas animales si no querían mezclarse con las almas humanas… —¡Vamos, Leuche, pasa ya! —le gritó Tot a su compañero, agazapado en el suelo y sujetando con su hombro la parte de la verja que había cortado con unos alicates. —Pero si estamos en el mundo espiritual, piensa que quieres atravesarla y ya está, ¿no aprendiste nada de cuando estuvimos en el astral? Tot miró hacia el cielo (o lo que fuera que había arriba en el mundo espiritual) mientras con una mano seguía sujetando el alambre, esperando que Leuche se decidiera a obedecerle. Una vez más, su compañero acabó defraudándole. Leuche sacudió la cabeza con desdén y pasó al otro lado sin más, atravesando la verja. Por un instante todos sus átomos tuvieron que separarse un poco más a nivel cuántico, de manera que su estructura corporal también pareció ser una verja metálica, llena de hexágonos huecos. Fue una sensación un poco rara, pero enseguida estuvo del otro lado y pudo recuperar su estructura habitual, la de un caballero victoriano con sombrero de copa y melenas rizadas. Tot se le quedó mirando con cara de pocos amigos. Ya le habían vuelto a estropear su ilusión de estar en una misión de guerra contra el enemigo americano. No hizo caso a Leuche y él pasó como un verdadero soldado, arrastrándose por el fango. Luego se puso en pie con toda su dignidad y se estiró al lado del otro Ángel de la Muerte. Capítulo 2.
Un sutil movimiento de sus ojos era suficiente para pasar las imágenes en el visor terrenal. Estaba cansado de verlas. Su corazón (ya se sabe, la energía pulsátil esa rara que tenía en el centro del pecho) se encogía hasta doler cada vez que las veía, y no podía creer que aquello fuera la realidad en lugar de una película gore de los años 70. Eran brutales. Y estaba ocurriendo ahora. En la era que llamaban «la más civilizada de la historia». Ja. De repente, Leuche percibió una tímida presencia a su espalda. Lo que era al principio simple curiosidad comenzó a convertirse en incredulidad, horror, deseos de huir, drenaje de energía… Cuando Tot se dio cuenta de que Leuche había captado su presencia hizo un vano intento por recuperar la compostura. —Pero ¿por qué te haces esto, Leuche? ¿No lo experimentaste ya en esa vida tuya de vaquero? ¿Para qué quieres torturarte con más imágenes de corderos degollados, pollos decapitados en línea, cerdos escaldados en agua hirviendo, caballos esclavizados en contra de su voluntad? ¿No sabes ya lo que ocurre ahí abajo? —Estoy estudiando al enemigo. Conociendo su forma de actuar sabré cómo luchar contra ellos… —Pero ¿tú estás seguro de querer hacer esto? —Ya me lo has preguntado una docena de veces. ¡Sí! ¡Quiero hacerlo! Es más, ayer incluso me acerqué a la Oficina de Reencarnación para hacer las primeras gestiones… Capítulo 1.
Era el primer día de trabajo para Leuche después de sus largas vacaciones. Como siempre, atravesó el pasillo que llevaba a las oficinas, raudo como un transbordador espacial, y se detuvo justo delante de la puerta donde ponía «Ángel de la Muerte nº 3176-80». Ya iba a golpear el cristal con los nudillos cuando pensó que era mejor comprobar primero en qué estado de ánimo se hallaba hoy su jefe, Tot. A través de las rendijas que dejaba la persiana podía ver que no había soldaditos encima de la mesa. Sin embargo, mantenía la mirada perdida en el horizonte… bueno, la pared, para ser más exactos. Se concentró levemente y se sintonizó con su pensamiento. ¡Hostias! Si estaba conversando telepáticamente con alguien… y encima, era con Han, el guía espiritual de Leuche… y encima, ¡hablaban de él! Acercó más la oreja a la puerta. O sea, lo que fuera que tenía ahora en lugar de orejas. —Que se le ha metido en la cabeza que quiere reencarnar para ayudar a los animalitos, que no es joda… broma, quiero decir. ¿Qué mosca le ha picado? ¿No se da cuenta de la responsabilidad que le une al Departamento de los Ángeles de la Muerte y que no puede cambiar de plano así como así, cada vez que se le antoje, y por causas cada vez más insignificantes? ¿Se cree que está en la carrera espacial por ver quién evoluciona antes espiritualmente o qué le pasa? Tot hablaba profundamente alterado. Leuche no entendía qué podía afectarle tanto. Por fortuna, el bueno de Han le respondía con toda la paciencia del mundo. ¡Noticias! El Ángel de la Muerte regresa con una nueva aventura. Esta es más difícil todavía, si cabe. Un auténtico reto para una escritora como yo. Un proyecto con el mismo formato que el anterior y que se propone ser igual de divertido y educativo. No tengo ni idea de dónde voy a acabar, pero sí sé qué quiero contar y cómo hacerlo. Si todo sale bien, habrá nuevo libro. ¿Vienes conmigo? Decían que en el más allá los espíritus apenas sentían emociones, que aquello no era nada comparado a tener un cuerpo físico. Esto último sí que era duro: el miedo, la angustia, la soledad, la tristeza, el odio, las ganas de cagarte en todo… Una leche. Siendo un espíritu sentías todas esas cosas igualmente. Había unas pocas diferencias con estar encarnado, eso sí que era cierto. Esas diferencias eran inconvenientes. Quizá, en el fondo, era lo que llevaba a todos los espíritus a reencarnar. Primero, que todo el mundo sabía cómo te sentías con solo mirarte, el disimulo era imposible. Esto, con personas de confianza, es llevadero. Que te pase con un guía espiritual o con uno de esos sabiondos del Consejo, es una jodienda, para qué nos vamos a engañar. Y segundo, que por mucho que quieras, cuando te sientes tan mal que solo tienes ganas de ponerte hasta arriba de algo, discutir con alguien en el Facebook o partirle la cara físicamente… ¡no puedes hacerlo! Bien sabe Dios lo frustrante que es. Quizá precisamente por eso le dio por llamarse Yahvé y se puso a quemar ciudades por un tiempo.
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