Hoy empieza a pesar de verdad este estado de estupidez planetaria en el que nos han sumergido casi sin darnos cuenta. Hoy no puedo ser optimista respecto al futuro, aunque puede que cambie de opinión dentro de una hora, dentro de un día… Y creo que lo que me ha afectado de verdad, porque hasta ese momento estaba medianamente bien, es la noticia de que el Matadero Central de Asturias ha roto todos los récords de asesinatos de inocentes. El artículo en concreto, compartido por un compañero activista, decía que el matadero «donaba» dos mil kilogramos de comida. Supongo que la elección de estas palabras en concreto es para quedar como unos héroes más en esta hecatombe ficticia llamada «pandemia por Covid-19». Pero matar inocentes jamás debería ser considerado una heroicidad, menos en una civilización en la que nos ahogamos en basura, en la que se tiran frutas y verduras porque sobran, o se derraman litros de leche de vaca, obtenida mediante el sufrimiento y el asesinato de más seres inocentes, porque no alcanza un valor de mercado suficiente. Las principales causas de mortandad se derivan del abuso de los alimentos. La pandemia de obesidad ya le lleva unos cuantos años de ventaja al coronavirus, pero esa no le preocupa a casi nadie, y hay madres que se enrabietan si un nutricionista sugiere cambiar las galletas del desayuno por un plátano o un puñado de frutos secos. Una de las cosas que más me llama la atención estos días es observar cuánto miedo tiene la gente, y cuánto dicen valorar la vida (la suya propia, supongo), que se quedan en casa «sacrificándose» por los demás, poniéndose guantes y mascarillas para no contagiar a los otros, saliendo a aplaudir a los sanitarios que se juegan el tipo luchando en el frente… y a la vez son incapaces de aceptar, ni tan solo imaginar, que durante un mes o dos puedan subsistir sin chocolate o sin pan... o sin un cadáver de inocente en su mesa. Temen la muerte y al mismo tiempo regalan muerte por doquier. Y encima hay quien se siente orgulloso de ello, como los del Matadero Central. No sé si es que hemos llegado al colmo de la hipocresía o si es simplemente un síntoma más de la infección por el virus de la estupidez ilimitada. Y aunque intento tomármelo a broma, seguir con mi vida como si nada, escribir mis historias para desahogarme, y abrir mi clínica todos los días con la misma ilusión, pensando que tal vez un perro o gato me necesite, a pesar de todo el dinero que me está costando, lo cierto es que duele. Duele mucho.
Una se pregunta a quién le importa todo esto. A quién le va a importar que una veterinaria quiera salvar las vidas de animales no humanos, proporcionarles el mejor cuidado posible, seguir aprendiendo nuevas terapias para darles una mejor calidad de vida, seguir educando a sus cuidadores con toda la paciencia del mundo para que dejen de hacer barbaridades… cuando, ante el mínimo atisbo de crisis, aumenta la demanda de productos animales y el perro o el gato pasa a ser lo último en la familia. En el camino a casa ya me he cruzado con uno o dos perros que parecen vagabundos. Tal vez fueron abandonados por temor a que transmitan el coronavirus. Tal vez no están abandonados y me equivoque. Tal vez son ahora más visibles, igual que ahora los muertos son más visibles, ya que por alguna razón quieren hacernos pensar que la muerte es de ahora y no venía sucediendo todo el tiempo. A quién le va a importar que una veterinaria sueñe con un mundo vegano para que todos los animales no humanos puedan vivir sus vidas en paz. Que ahora todo el mundo parece aferrado a la suya, pero ni se les ocurre pensar en todas aquellas que arrebatan por simple capricho, todos y cada uno de sus días… Y los sueños que se quieren materializar necesitan de un sustrato, pero ese sustrato se volatiliza en el aire cuando el miedo y las crisis creadas artificialmente cambian el foco de lo que creemos importante. Lo que importa es mi propio culo y el de las personas cercanas a mí. Lo que importa es llenar la despensa para que no le falte nada a mi familia. Y si es necesario nos atrincheramos en un búnker y de aquí no salimos hasta que el virus haya acabado con todos. Pero eso sí, a mí no me puede faltar nada: ni entretenimiento (televisión), ni luz, ni agua, ni un tinte para el pelo (y por eso lo pido en internet), ni bizcochos y pasteles (el azúcar es una de las mayores adicciones modernas), y si alguien tiene que morir por mí, pues que lo haga. De aquí a cuatro meses lo más seguro es que esté de vuelta con aquellos que me mantienen económicamente, ya que yo, a mis cuarenta y pico años, aún no he podido hacerlo por mí misma. Empiezo a atisbar la razón: la gente prefiere pagar por la matanza de animales no humanos, que pagar por salvaguardar su vida. Algunos llegarán a llamar héroes a los trabajadores de mataderos, mientras que los veterinarios —especialmente si somos veganos— seguiremos siendo unos pobres soñadores, unos fracasados incapaces de sobrevivir con su trabajo, uno que podría ser el más maravilloso de los trabajos, pero que por desgracia, en el mundo especista en el que me ha tocado vivir, no es más que una quimera imposible. Las fuerzas para seguir comienzan a flaquear. Los animalistas seguirán manifestándose y apoyando a organizaciones que les roban descaradamente, y nada cambiará. Pero como siempre digo: tenemos el mundo que nos merecemos.
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