No sé vosotros, pero yo lo voy llevando muy bien. Quizá sea porque no le encuentro problema alguno a esto de tener jornada reducida, irme a casa pronto para que así pueda hacer mi sesión de yoga tranquilamente con la mente puesta en su lugar, y pasar el resto del día enclaustrada, que al fin y al cabo es lo que hago ya todos los fines de semana, al menos ahora que no estoy con mi pareja, que es el que siempre me obliga a salir. Además no he tenido que matar a nadie aún por la cuestión del cacao: hoy en el Mercadona quedaban cuatro botes cuando llegué (y me llevé uno, no como esos energúmenos de ayer). Eso sí, se notaba la tensión en el ambiente y la verdad es que impresiona un poco ver a todas las cajeras con mascarilla. Si en vez de un pollanovirus como lo llama algún médico por ahí fuera un Ébola no sé qué sería de nosotros… Puede que no os guste lo que voy a decir ahora, pero me importa poco, para qué lo voy a disimular: los virus son fascinantes para mí. Siempre lo han sido. Creo que fue durante la carrera cuando me leí el libro Zona caliente de Richard Preston. Acabo de ver que fue publicado en 1994, así que sí, yo debía de estar todavía por ahí en la facultad, tratando de averiguar por qué ninguno de mis compañeros ponía objeción a la carne que ponían en el menú de la cafetería, mientras yo me comía mi sándwich sola sin hablar con nadie (lástima que no había descubierto aún el hummus). Esto era antes de la película Estallido (probablemente), y mucho antes de la otra película famosa sobre pandemias mortales, Contagio. Pero sí que habían sucedido ya los primeros brotes fuertes de virus del Ébola en África. Entonces las fiebres hemorrágicas eran algo totalmente nuevas para mí (y para el 99% de la población que no fuera una friki), y puedo asegurar que esas fiebres sí que dan mucho miedo. En el libro de Preston se hacía un recorrido por todos esos brotes, con datos reales, fotos de microscopía electrónica y la cara de muchas víctimas. Desde aquel momento siempre soñé con conocer un laboratorio de bioseguridad nivel 4 en persona, aunque no sé si esto es realmente por el tema virológico o porque los que trabajan en esos laboratorios se visten casi como astronautas. A ver, soy escritora de ciencia ficción, los trajes espaciales son otra de mi debilidades… y hay una razón por la que actualmente trabajo en la tercera parte de una saga en la que más o menos junto todo, solo que los virus son mitad naturales mitad artificiales, cosa que de todas formas es muy probable que ya haya ocurrido... y no, no hablo de ciencia ficción ahora, sino de cosas que me contaron en clase. Así que no, no soy una visionaria como lo era Julio Verne. Solo tengo la cabeza llena de cosas, las digiero, las adorno, añado mis propias invenciones, y finalmente las transformo en historias. O sea, eso, que soy escritora. El caso es que debido a cuestiones logísticas solo he llegado a conocer laboratorios de nivel 2. De nivel 3 creo que hay solo uno o dos en España y no conseguí ganarme el acceso. Y de nivel 4, ni sé si hay en España o no, no lo creo, dado el nivelazo que tenemos aquí en cuestiones de investigación... que por otro lado, mejor: no queremos que se escape un Ébola de esos y la tengamos. Con los vertidos de petróleo, las bombas nucleares debajo del agua y los vertidos de purines de los cerdos ya vamos más que sobraos. Aparte de eso, los virus me fascinan porque están ahí como en tierra de nadie, entre lo vivo y lo muerto… entre lo material y lo inmaterial. Ni siquiera los científicos tienen muy claro si se les puede considerar un organismo vivo. Los más pequeños se dedican a infectar y matar bacterias. Los más grandes son casi como el tamaño de una bacteria. Y a pesar de su minúsculo tamaño pueden acabar con la vida de un organismo tan complejo como el de un mamífero. Eso por lo general no les interesa, porque entonces no tienen donde vivir. Si sucede es porque la invasión se les fue de las manos.
La verdad es que me resulta muy curioso ver cuánto miedo pueden provocar en la gente, cuando la realidad es que una gran parte de nuestro ADN está formado por ADN de virus. Lo que me impacta de las cajeras del Mercadona no es en realidad que lleven mascarillas, sino que las lleven ahora, cuando en un mililitro de agua de mar hay cerca de 10 millones de virus, según nos contó nuestro profesor el primer día del Máster en Virología, y a nadie le importa bañarse en el mar con todo el agua que tragas (en una piscina es aún peor, pero eso mejor no lo cuento no sea que se dispare aún más el nivel de la alerta sanitaria esta). Todos los días convivimos con virus y bacterias muchos más patógenos que este coronavirus, pero parece que nadie se había dado cuenta hasta hace tres días. Por algo dicen eso de que la ignorancia trae la felicidad. Creo que lo que más me fascina de los virus es que son como Frodo en Mordor: algo tan tremendamente pequeño e insignificante puede causar estragos en las personas, tanto a nivel físico como a nivel mental. Y al final los virus acaban enfrentándote a la muerte, otro de mis temas preferidos, como bien saben mis lectores. Observar las reacciones de la gente cuando la tienen cerca me resulta muy inspirador (incluso si soy yo misma). Penoso, a veces. Puede ser luz y sombra a la vez, porque como todo lo importante en la vida, saca lo mejor y lo peor de cada uno. Exactamente lo que estamos viendo por las calles (o más bien, por redes sociales) en este periodo de aislamiento. Que, por cierto, de aislamiento no tiene nada. Leed mi libro Incógnita Z para saber lo que es un aislamiento de verdad, y luego, en la siguiente parte de la saga, las secuelas que tendrá en la protagonista.
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