El mundo se está yendo a la mierda, esto ya es una obviedad de las más obvias. La cosa es que no me daría cuenta si no tuviera que salir todos los días a ganarme el pan… o más bien, a ganar algo para luego regalárselo al Estado, que con toda desfachatez ha decidido aumentar la cuota de autónomos otro mes más, así, como si estuvieran incitando a la revolución social ya descaradamente. Salgo de casa sin mascarilla y hago el trayecto del coche a la clínica sin mascarilla. Voy a comprar el pan sin mascarilla, y la panadera se queda flipada por ello pero ni siquiera se atreve a preguntarme nada, no sé si por respeto o porque a estas alturas sabe que soy miembro de la Resistencia y estoy dispuesta a quemar cualquier comercio con trabajadores que osen discutir conmigo sobre medidas sanitarias absurdas. Ahora que lo pienso, también fui a la peluquería sin mascarilla, y tampoco me preguntaron. Allí, rodeada de zombis, la temeraria a quien no le importa morir intubada en la UCI o la única inmune a todos los coronavirus, como se quiera ver. Me sentí como Mr. Bean cuando va a pagar con una tarjeta de crédito y mientras espera en el mostrador para pagar la señala orgulloso y sonriente. «¡Mirad, mirad todos! ¡Yo no llevo mascarilla y vosotros sí! Pringaos...». Pero luego llega el momento de la bofetada, ese en el que estás toda ilusionada porque ya la gente va pareciendo medio normal y una clienta va a venir por fin a tu clínica, y así al menos ganarás cuatro euros, que es lo que te queda después de comprar las vacunas que no tenías porque se te caducaron por falta de pacientes. Esa clienta aparece con su hija ya adolescente, las dos embozaladas, y al principio piensas que eso de tirarte al gato a distancia para que tú te hagas con él es lo mismo que algunos hacían ya antes de la plandemia (hay personas que piensan que los veterinarios somos súper héroes que podemos sujetar a un gato con una mano mientras que con la otra lo auscultamos, ponemos el termómetro en el orificio anal, palpamos su abdomen, cargamos la jeringa y lo pinchamos, así sin que se nos mueva el flequillo). Pero no. Te das cuenta de que ha venido una madre zombi cuando le pides dos veces a la hija que te sujete al gato y entonces ya toda asustada te dice que te pongas la mascarilla. Yo no sé cómo reaccionarían otros miembros de la Resistencia, pero yo aún soy pobre y no puedo seleccionar a mis clientes, así que lo único que me salió es: «¿Yo?» Miré a mi alrededor, por si había alguien más en la sala al que se pudiera estar dirigiendo. «¿Me dices a mí?» (Esto no lo dije, pero lo pensé). En realidad estaba debatiéndome si debía decir lo que realmente deseaba: «A ver, ¿en serio me estás pidiendo, en mi propio establecimiento, que me ponga YO la mascarilla? ¿A alguien que es veterinaria y viróloga y sabe mucho más que tú de agentes infecciosos y medidas de prevención para no morir por el ataque de un virus altamente peligroso que se transmite por el aire? ¿A alguien que ha estudiado el virus de la hepatitis C en laboratorio y que ha manipulado cultivos celulares en cabinas de seguridad biológica? ¿Me vas a decir lo que tengo que hacer en mi propia clínica?» Claro que esto de haber estado unos meses en un centro de biología molecular de los más prestigiosos seguramente no lo sabe. No parece que mucha gente sea consciente de todo lo que estudiamos los veterinarios para que nos den ese título que luego no te sirve para nada. Y cuando acuden a una clínica veterinaria no se fijan en tus conocimientos para hacer una buena selección del profesional, sino en los chistes que cuentas y lo sonriente que sales en la foto junto a ese perrito tan adorable. Pero, como dije al principio, el mundo se está yendo a la mierda. Ya da igual todo. Si hay un comité de expertos inexistente al que el gobierno consulta para tomar sus medidas contra una pandemia, da igual: la gente seguirá haciendo caso a esos expertos en lugar de a una veterinaria viróloga, que al fin y al cabo pertenece a ese vergonzoso gremio de sanitarios infravalorados, ignorados y hasta despreciados por el común de los mortales (a no ser que se dediquen a salvar animalitos gratis, que entonces incluso puede que le hagan donaciones millonarias, igual que si fuera San Antón en persona). Aparte de que no estoy para perder clientes, ¿qué le dices a un zombi de todas formas? ¿Tiene arreglo o es ya demasiado tarde para él? Que a ver, a mí no me importa estar una hora explicando por qué una mascarilla no está diseñada para protegernos de virus, ni las docenas de estudios que existen sobre sus efectos perjudiciales (hipoxia, hipercapnia, bla, bla, bla). También podría explicarle lo del timo de las pruebas PCR, o cuál es la causa más probable de esa enfermedad mortal que tanto teme. Pero siendo realista, ¿ya qué más da? ¿Si lo que le diga le va a entrar por un oído y le va a salir por el otro, y solo va a creer lo que le cuenten en las noticias? Que si le digo que la vacuna trivalente felina que le acabo de poner a su gato lleva tres virus que solo afectan a los gatos, tampoco se lo va a creer… porque ya ves, si ha saltado un virus de un murciélago o un pangolín al humano, ¿cómo no van a saltar de los gatos también? Seguro que con solo bufar ya ha dejado un aerosol letal en el ambiente... y vete tú a saber si no le pone mascarilla también al gato... También me puedo imaginar con qué muñeca jugará esta niña en Navidad. Al final, por no complicarme la vida (sí, reconozco que soy malísima persona, el egoísmo me puede a veces) mascullé tímidamente: «Claro, no hay problema», y fui a buscar la vacuna a la nevera y a coger la mascarilla del bolso, que dicho sea de paso, es la segunda que he utilizado desde que empezó la guerra, que encima que estoy salvando yo al país junto con el resto de autónomos, no les voy a regalar más IVA a nuestros pérfidos gobernantes. Y acabé la consulta con ella puesta, que peor lo pasaron los prisioneros de guerra fusilados en las cárceles y yo de momento no me puedo quejar de mis tareas soldadescas. Juro que la próxima vez será por encima de mi cadáver. O, al menos, pienso protestar un poco.
Me volví a casa pensando qué mierda tendrán estos zombis en la cabeza que realmente piensan que su vida corre peligro si hablan con alguien sano a dos metros de distancia. Es terrorífico comprobar en el día a día el poder de la propaganda utilizada por nuestros enemigos en esta guerra. Qué bien lo han hecho los jodíos. Y ante esta ignominia, solo queda seguir resistiendo.
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