Un día, hace mucho tiempo, una niña de unos siete años jugaba sola en el aparcamiento al aire libre cercano al edificio de once pisos en el que vivía. Sí, en aquella época los niños de esa edad salían solos a la calle sin miedo, en un barrio obrero en el que aún quedaba algún sentimiento de comunidad. Quizá era una tarde cualquiera, o quizá se había adelantado unos minutos antes de que bajara su familia y se dirigieran a algún sitio de la ciudad, porque la niña no se alejaba mucho del Chrysler 180 color rojo oscuro, propiedad de su padre. A la niña le encantaba viajar en ese coche, con el salpicadero de madera, los asientos de terciopelo oscuro con bolsillos muy prácticos y un peculiar seguro en las portezuelas del que aún hoy puede recordar el tacto al abrir y cerrar. «¿Habéis echado el seguro?», recordaba la voz de papá, siempre, siempre, justo después de montarse en el coche y antes de arrancar. Por aquel entonces la niña no entendía mucho de coches, pero sabía que el Chrysler era distinto a los demás, no en vano era uno de los primeros que circulaba por España inspirado en vehículos de fabricación americana y apenas había otros modelos en el mercado. Por ejemplo, tenía cambio automático, una rareza ya de por sí, pero con tan poca edad ella ya sabía lo que significaba la P, la D y la R. Eso le hacía sentir especial. Estaba orgullosa de ese coche. Disfrutaba los viajes aun cuando comenzaran a las cinco de la mañana y tuviera que ir apretada en el centro con un niño grande a la derecha, y un niño pequeño y otro mediano a la izquierda. Le encantaba contemplar las estrellas y ver cómo amanecía a medida que el coche avanzaba por la autopista. Probablemente estaría sumida en una de sus aventuras imaginarias, mientras esperaba, cuando un niño algo mayor que ella se le acercó y le preguntó: «¿Este es tu coche?» La niña asintió. «¿Estás segura?» La niña insistió. «No, ese no es tu coche». La niña lo miró, confundida. «Sí, claro que es mi coche, ahora van a venir mis padres y vamos a salir». «Pero ese coche lo compró tu padre, ¿no? Entonces el coche no es tuyo. Si ganas dinero suficiente, entonces podrás tener uno.» La niña no entendió qué quería decirle ese niño. Su mente aún no había incorporado el concepto adulto de «propiedad», pero sí entendía lo que era pertenecer a una familia, y en una familia todo se comparte. Para ella la familia era una unidad, y todo lo que había en esa familia era patrimonio de todos los miembros de esa familia. En su mente no existía la separación, no existía el «esto es mío, esto es tuyo». Igual que en una tribu india. Por alguna razón la anécdota permaneció bien grabada en el alma de esa niña, y hoy sospecho que la razón es la huella emocional que le dejó la conversación. Durante décadas se preguntó qué le había impactado tanto, por qué nunca consiguió comprender del todo lo que ese niño quería decirle. Pero un día se hizo la luz y lo comprendió. Aquello fue un robo a mano armada. Fue una bofetada cruel para que creciera y dejara de creer en cuentos de hadas, algo así como descubrir que los Reyes Magos no existen. Curiosamente, siglos atrás, tenía más o menos la misma edad cuando unos blancos arrasaron su poblado indio y pudo huir solo como una especie de milagro, siendo salvada por otro blanco con corazón que la vio aterrorizada en medio de un río. Pero ya era demasiado tarde para salvarla. Ya la habían despojado de su familia, de sus raíces, de su herencia, no solo la material, sino también la cultural. También la habían despojado de su futuro: una vida en las planicies, en plena naturaleza, junto a un hombre de su clan que con suerte tendría varios caballos y un tipi para protegerla. En vez de eso, sobrevivió el resto de su vida, disfrazada de blanca, pero con un desgarrador vacío en su alma que llegaría hasta hoy. No sabemos qué hizo que el niño le formulara esa pregunta a la niña del Chrysler. A veces me he llegado a preguntar si no sería una especie de fantasma, la materialización de un espíritu guía o incluso un falso recuerdo. Pero su afirmación, completamente falsa y carente de sentido para alguien realmente conectado con la parte espiritual, reavivó ciertas heridas en el alma de la niña, aun siendo inconsciente de su pasado en aquel momento. El niño le recordó que ella no pertenecía ya a clan alguno, que no tenía hogar, que creer que el coche era suyo era una simple ilusión, y que si quería algo en la vida tendría que trabajar duro para conseguirlo. Y, sin embargo, todo era mentira. Ese niño, si es que existió, estaba poseído. Poseído tan joven por el espíritu maligno de la civilización occidental, la que impuso el materialismo y se alejó de la naturaleza, la que transformó a los humanos en seres sin corazón, empujados por la avaricia y las ansias de conquista. Los mismos blancos que arrasaron todo un país encerrando a los nativos en reservas hablaban ahora en boca de ese niño aparentemente inocente. El tiempo pasó. La niña volvió a conectarse con su parte espiritual. Revivió todos los recuerdos que necesitaba para crecer y transformarse en alguien nuevo. Comprendió el significado de sus vivencias y el sentido de su vida presente. Supo que el dolor siempre está ahí por algo y para algo. Durante muchos años la niña no supo qué decir, arrastraba además muchos otros traumas que la dejaban literalmente sin palabras, indefensa, paralizada por la incomprensión ante lo que veía. Porque, a pesar de todo, si cerraba los ojos, ella podía sentir el calor en medio del frío, la luz en medio de la oscuridad. No hay necesidad alguna de luchar por lo que todo el mundo tiene ¿Qué necesitas? Ya está ahí, ya está ahí, ya está ahí, ya está ahí… «Te equivocas», le diría hoy la niña a ese bocazas. «Claro que ese coche es mío. Y no solo porque pertenezca a mi padre, adquirido gracias a su propio esfuerzo. Es también tuyo, y del vecino, y del extranjero. Todo es nuestro. Desde que nacemos lo tenemos todo, se nos da todo. Se nos da la vida y todo lo que necesitamos para experimentarla. No es necesario pedir nada, no es necesario luchar por ello, porque ya es nuestro. Pero no confundas tenencia con posesión, porque todo es prestado, incluso el cuerpo con el que viniste a este mundo. Lo tienes en usufructo, para que hagas uso de él mientras dure, igual que el coche de mi padre, igual que cualquier objeto material que utilices. Poseer, no, nunca poseerás a nada ni a nadie, todo es efímero, nada es permanente excepto el cambio. Pero tener, lo tenemos todo. El problema es que tememos tanto perderlo, que, sin querer, lo dejamos marchar. O, peor aún, lo despreciamos.»
Pasa lo mismo con la Vida. Y con el Amor. Por eso el miedo siempre nos alejará de la verdadera Vida y del Amor, y nos separará de aquello que queremos. Kiksúye.
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