Una sabe que está renaciendo porque antes tiene que morir, y una sabe que está muriendo, según los testimonios de muchas personas que han tenido experiencias cercanas a la muerte, porque ante sus ojos aparece la película de su vida. En un suspiro todos tus recuerdos, desde los más mundanos a los más significativos, se suceden unos a otros como si toda esa información se estuviera transmitiendo a algún sitio. Coincidiendo con la lectura de un libro publicado hace ya más de treinta años, titulado El universo holográfico de Michael Talbot, ayer tuve una experiencia muy curiosa antes de dormirme. No es que sea enteramente nueva para mí, ya que fue así como empecé a recordar mi pasado más remoto, pero sí que pude explorar otros aspectos del fenómeno. Debo decir que no hubo ninguna intención por mi parte, aunque sí pudo influir el sentimiento de éxtasis casi constante que tengo al pasear por el valle asturiano donde he venido a parar. Como es ya mi costumbre, medité un rato antes de meterme en la cama, y me dispuse a dormir. Entonces mi mente, por sí misma, empezó a evocar antiguas fotografías familiares. Y a partir de ahí surgían los recuerdos, tan vívidos como aquel día de agosto de 2011 cuando llegaron mis primeros recuerdos espontáneos, también de mi infancia, una infancia que parecía tan lejana y olvidada que parecía imposible recordar los detalles. Y sin embargo, no es así. Como tan bien se describe en ese libro que acabo de mencionar, la física cuántica podría darnos la respuesta a una de las preguntas que más ha intrigado a los científicos en las últimas décadas: ¿dónde se localiza la memoria? Pues bien, si es cierto que el universo, y por tanto, nosotros mismos, tenemos una naturaleza holográfica, la respuesta es fácil, y coincide con lo que vengo sospechando desde hace años: la memoria se localiza en cada una de nuestras células, en cada una de nuestras partículas atómicas. Creo que la primera de esas fotografías fue de nuestras vacaciones en Fuengirola, cuando yo debía de tener unos seis o siete años. Normalmente en la mayoría de mis recuerdos predomina el componente visual, sin embargo esta vez, para mi sorpresa, predominaban las texturas, el tacto. Pero al principio fue el olor del cloro. En esas vacaciones, nuestro apartamento daba a la piscina del complejo, y al salir la humedad cargada con ese olor tan característico te llegaba directo a la cara. Entonces el resto de sensaciones empezaron a sucederse, en cuanto yo evocaba visualmente la escena: el ladrillo de la piscina al rozar el pie desnudo; el calor de la escalera al agarrarla cuando te metías en el agua; la suavidad del tobogán al deslizarte por él; cómo se hundía el colchón de las hamaca ochentera y el repelús que daba sentarte sobre ella cuando estaba húmeda, por lo que siempre poníamos una toalla.
Luego me fui a otra piscina de unos años más tarde, porque recordé la sensación en los pies cuando las pequeñas baldosas rectangulares de no más de tres centímetros de lado se soltaban en el fondo, y a veces te podían producir una raja en la piel. Empecé a ver cosas que pensaba haber olvidado hace mucho tiempo: las extrañas perchas que se utilizaban en ese lugar para guardar tu ropa antes de entrar en la piscina, por ejemplo. Los cucuruchos dobles de helado, con su peculiar textura cuando se ablandaban al contacto con el helado derretido (los sabores eran limitados: chocolate rancio, vainilla sosa, fresa falsa como la del Frigopie). Luego volví al piso de mi infancia, lógico porque allí pasé la mayor parte de mis primeros dieciséis años de esta vida, y de nuevo me llegaron detalles que incluso podía ampliar y reducir a consciencia, como si realmente estuviera dentro de una película tridimensional (nuestra realidad holográfica): la alfombra naranja que estaba debajo de la mesa en nuestro dormitorio; los extraños radiadores grises con su rejilla y el tirador para abrirla y cerrarla que estaba un poco duro para nuestros dedos infantiles; la puerta de entrada y la visión del dedo pulgar de mi hermano cuando un día mi madre se lo aplastó sin querer al cerrarla; los ascensores con sus botones apagados o iluminados; las escaleras que a veces teníamos que bajar (seis pisos) si no funcionaban dichos ascensores; el color de las baldosas de los descansillos; el gotelé de la entrada; la nevera; los cajones con sus tiradores de aluminio; la freidora con su tapa y su mando; la llave del gas amarilla; la mesa plegable blanca donde comíamos con su sonido característico; la terraza de la cocina que abríamos para tirar los desechos al cubo de la basura. No, esta vez no eran recuerdos asociados a emociones ni a personas, es lo que más me llamó la atención. Era el ambiente, la realidad más material y física en la que nos movemos todos los días, y era como estar allí otra vez. ¡Era mi vida! Lo que YO he conocido y que posiblemente ya no existe… Todo grabado en algún lugar de mi interior, en algún lugar de este universo holográfico. En parte lo sentí como una revisión de esa parte de mi vida, de ahí mi reflexión inicial, y agradecí todas esas vivencias y sobre todo a los seres que lo hicieron posible (en especial mi padre, pues fueron sus sueños de progresar en la vida lo que lo llevaron a comprar ese piso). Pero no era una despedida ni algo que dejo atrás como vengo diciendo durante meses. Al contrario, era una especie de mensaje: «Todo esto forma parte de ti, quieras o no. Es imposible que desaparezca. Vayas adonde vayas te acompañará.» En realidad, es lo mismo con todas nuestras vidas. Por eso me sigo sintiendo como la niña india que tuvo que hacer duelo por todos los miembros de su clan. Me deleité un buen rato en lo que estaba experimentando hasta que el sueño me venció. Me pareció que era una prueba más de que somos inmortales, ya que nuestra propia naturaleza nos impide morir. Según la teoría del universo holográfico todos estamos conectados, la naturaleza es como una red con distintos niveles de realidad (que normalmente llamo dimensiones), y vivimos de manera simultánea en todas ellas. Lo que cambia es el foco de nuestra consciencia. Y, de algún modo, todo lo que hemos vivido permanece grabado en esa realidad, y está a nuestra disposición siempre que lo deseemos. Vivimos con el miedo a perderlo todo cuando muramos: nuestros seres queridos, nuestros recuerdos, nuestras posesiones, nuestra propia esencia… Y resulta que eso es completamente imposible: como parte del universo que somos, el Uno es Todo, y el Todo es Uno. Kiksúye.
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