Mi tranquilidad en el paraíso asturiano fue interrumpida por una misión pendiente que ya no podíamos postergar más: los cinco felinos gatihijos de mi socia tenían que pasar por el trago de la mudanza. Eso sería menos perjudicial para ellos que vivir un tiempo en zona de guerra, ya que el plan de mi socia, que igual sirve para un roto que para un descosido, era pintar su piso con sus propias manos y hacer los últimos arreglos antes de alquilarlo. Para evitar estrés y posibles problemas respiratorios decidimos que había llegado el momento de trasladar a los gatos a su nuevo hogar. Pero como está visto que las veterinarias de Veterinaria Natural Alma Vegana no pueden mudarse sin que haya ningún contratiempo añadido a lo que ya es habitual en cualquier mudanza de personas normales, por casualidad se nos ocurrió elegir la fecha de la Operación Catmóvil justo la noche del eclipse solar anular en Libra que según algunos marca el fin del Viejo Paradigma. Bueno, no está mal como buen augurio… Parece que nos sincronizamos con el universo y el Nuevo Paradigma, como debe ser. El caso es que justo dos días antes recibí una llamada del casero diciendo que las circunstancias los obligaban a él y a su pareja a volver a Asturias y ocupar temporalmente el pequeño apartamento que queremos convertir en consulta (lo que significa que ya no podríamos dejar ahí la cantidad de trastos típicos de todas las consultas veterinarias que hacen fisioterapia y ocuparíamos más sitio en la casa). No, no es plato de buen gusto tener a tu casero metiendo leche de vaca en tu nevera, sobre todo cuando eres vegano, pero al menos tuvo la delicadeza de no meter ningún cadáver sin preguntarnos antes, y eso se aprecia. También nos prometió que se iría cuanto antes, si por fin encontraban una casa que les sirviera y en la que no tuvieran que vivir en medio de una inundación, ya el cuarto intento en pocas semanas. Parecía que a ellos también les había mirado un tuerto, como a nosotras en el Episodio Uno, menos mal que los planetas ya se les ponen favorables y todo va a ir sobre ruedas a partir de ahora… o eso esperamos. El plan improvisado de mi socia (sí, ella es así) era a grandísimos rasgos: «Voy a Asturias, volvemos a Galicia, montamos a los gatos en la furgoneta en un transportín gigantesco, y tú conduces en el viaje de vuelta para que yo pueda ir vigilándolos». Así sobre el inexistente papel sonaba bien, sí, por eso acepté dejar La Comarca, ya no merece la pena hacerlo a no ser que aparezca Gandalf y me invite a una buena aventura... La primera parte fue la mejor: yo solo tuve que esperar a que llegara el casero con su pareja a las once de la noche y aguantar el ruido que hicieron a esas horas intempestivas, y dos días después fue lo mismo solo que mi socia llegó a la una de la mañana. Por alguna razón que se me escapa los propietarios de furgonetas tienden a hacer los viajes lo más tarde posible en vez de madrugar para conducir con la luz del día y reducir las probabilidades de perderte. Supongo que eso va en línea con mi vida pasada de marino, aún conservo en la memoria la oscuridad impenetrable que puede ser la causante de que te estrelles contra un arrecife que nadie pudo ver. Y supongo que también explicaría la diferencia en el tamaño de nuestros equipajes. Cosas de la vida… El sábado, en el que «madrugamos» para salir «pronto» (excepto en un par de ocasiones, eso jamás ha sido antes de las once de la mañana desde que nuestra empresa existe) hubo ya varias sorpresas, algunas agradables como la parada en la Playa de las Catedrales, a medio camino. Aquello parecía la Ruta de la Coca-cola, ya que otro factor que con nuestra previsión habitual no habíamos tenido en cuenta fue que la Operación Catmóvil iba a tener lugar justamente en el puente del Pilar (vale, seré sincera, yo sí soy previsora, pero como ahora vivo en La Comarca y ya soy ajena a los festivos de otras dimensiones espaciotemporales, solo me acordé el jueves cinco minutos que fue lo que tardé en felicitar el santo a mí madre). Pero aún así la fugaz visita mereció la pena. La otra sorpresa no fue tan agradable, porque un día que llegas cansada después de un viaje de más de cinco horas, retrasando la hora de la comida, lo menos que te apetece es ir en busca de ese transportín gigante a una casa supuestamente encantada, en la que además de llevarnos el transportín teníamos que hacer de brujas, que es otra de nuestras facetas (poco conocida para no asustar a la gente más de lo necesario)… Pero este episodio mola tanto que lo contaré en la siguiente entrada del blog. Cómo no, la visita que iba a ser rapidita según mi socia se prolongó bastante (estoy comprobando últimamente que el tiempo no es universal ni de coña), y otra noche más nos acostamos a las tantas.
El domingo era el día D, el de la prueba final. Fue un día lleno de estrés pero gracias a mi entrenamiento Shaolin lo llevé bastante bien y conseguí mantener la calma excepto en algún momento puntual como cuando me perdí poco después de salir. Mi error fue confiar en la memoria o en su defecto el GPS, en vez de en mis anotaciones a mano preparadas días antes, que esas nunca fallan. Por suerte mi socia pudo ejercer sus labores de copiloto a pesar de ir pendiente de pupilas dilatadas y maullidos provenientes del transportín gigante, y pudo indicarme el camino a seguir para dar con la autopista. El retraso no fue importante. Antes de eso, cargar la furgoneta fue la parte más complicada. El excesivo optimismo de mi socia siempre hace que la operación se prolongue, intentando encajarlo todo y llenando el vehículo con trastos de los cuales yo tiraría más de la mitad por la borda (palabra de marino veterano). Por si alguien que se haya leído Vet y Vegan: Cambiando el mundo tiene curiosidad, la torre rascadora gigante iba en la furgoneta, sí, pero esta vez desmontada. Y fue desmontada casi en el último momento por una servidora, como otros objetos para el uso y disfrute de los felinos. Evidentemente, no podía ser de otra manera en la mente de mi socia, para desesperación de la que escribe (Buda de mi corazoncito, dame paciencia). Luego llegó lo más delicado: atrapar uno a uno a los gatos y soltarlos en el transportín gigante forrado con empapadores, mientras impregnábamos todo el habitáculo de la furgo con flores de Bach para calmar a felinos y humanos por igual. Confieso que se dio mejor de lo que esperaba. Me puse al volante y conseguimos salir «solo» cuarenta minutos después de lo previsto, pero a una hora que para mí, la sufrida e impaciente conductora, ya era un poco tardía, porque al llegar, ya de noche, no nos tumbaríamos en el sofá, sino que tocaría descargar a los cinco gatos y casi todos los cachivaches que llenaban la furgo. No es que no me guste trabajar, lo que no me gusta es tener que trabajar medio dormida, cansada y sin poder ver nada, al tiempo que los vecinos que espían detrás de los visillos nos chistan para que cese la cháchara con el casero. Pero lo importante es que los felinos llegaron sanos y salvos, sin incidentes, y a los pocos minutos de llegar ya lo estaban flipando explorando su nueva casa. La Operación Catmóvil fue cumplida con éxito y así ganamos experiencia para cuando seamos las directoras de un refugio con doscientos felinos, que Roma no se construyó en un día.
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