Siento que estoy entrando en una nueva fase (¿el renacimiento?). No sé muy bien cómo llamarla, si personal, espiritual… una nueva fase. Después del ajetreo de los últimos días, lo que incluyó vuelta al taller para acabar de solucionar el problema del termostato de mi coche (sí, no soy yo la que va calentando cosas sino que él se calentaba solito), hoy me dispuse a dar otro paseíto por el valle idílico en el que se ubica mi agujero hobbit… quiero decir, mi vivienda. Tenía que aprovechar la mañana soleada que vino después de un día bastante lluvioso que nos empieza a recordar que realmente estamos en otoño. Me senté a la vera del camino, el punto en el que dejaré la huella de mi trasero para la posteridad, ya que es donde me siento casi siempre a meditar aun cuando está justo al lado de la carretera, que cualquiera que pase por ahí conduciendo debe de pensar «Ya está la loca esta que a saber qué hace ahí sentada tan tiesa… aunque es una moza de muy buen ver, la verdad sea dicha». Ejem. Al principio estaba un poco pendiente de los coches que pasaban, ahora me importa tres pimientos y casi ni me entero, ahí con los ojos cerrados, con la consciencia expandida que ni con setas alucinógenas… El caso es que inesperadamente comencé a ver imágenes de otro tiempo, una visión muy similar a la que tenía ante mí, solo que en vez de casas de piedra asturianas eran construcciones de adobe con techos de paja, y veía las volutas de humo ascender, y caras de gente vistiendo ropas antiguas, caras que no reconocí pero que seguramente fueron familiares en su día. Y de algún modo sabía que el mar estaba cerca, no como aquí. Es frecuente que contemplar el valle asturiano me llene de una enorme alegría interna que casi me hace llorar, pero en esta ocasión sentí que esta sensación venía acompañada de otra: cierta tristeza, cierto sentimiento de duelo por algo que fue y ya no es más, algo que tuvimos y hemos perdido. Tengo pendiente hablar de la soledad en estos escritos del Nuevo Paradigma, y reflexionando sobre ello caí en la cuenta de que en ese pasado que me venía a la mente no existía ese tipo de soledad profunda que muchas veces sienten los habitantes de las urbes. Sea poblado de nativos americanos o poblado celta (recuerdo haber vivido en al menos tres, en varias vidas), el sentimiento de pertenencia a una comunidad que tenía entonces jamás lo he sentido en mi vida actual. Sentí que aquellas imágenes eran de la infancia de una esas vidas en concreto, y después la emoción me llevó a otro pensamiento, muy relacionado con la plandemia (sí, todo está relacionado, porque la muerte no es el final de nada y la historia aún no ha terminado). Yo moriría por estas tierras. «Ya lo hiciste en realidad». Lo sé. Y mi padre también, en otra de esas vidas. No luchas por algo si no lo amas profundamente. Soy incapaz de entender por qué la gente prefirió dejar este valle y partir a la ciudad, pero sí que entiendo ahora por qué los convencieron para que lo hicieran. Me río de todos aquellos (yo incluida) que se ahogan en un vaso de agua si piensan que serán desprovistos de alguna de las comodidades a las que tanto se han acostumbrado: la calefacción, el agua corriente, un vehículo rápido. La vida debía de ser dura en ese sentido en aquellos tiempos, sí. Había que salir a cazar, a por leña, a por agua. Había mucho trabajo en casa para comer, abrigarnos, satisfacer las necesidades básicas. Pero no éramos esclavos de nadie. Abrías la puerta y el monte era tu hogar, como en esa imagen de mi perfil de Facebook (el agujero hobbit). Salías del tipi y te encontrabas con la madre naturaleza, que te acogía en su seno y te daba todo lo que necesitabas. Podían venir invasores a matarnos, sí, pero nosotros nos podíamos defender. Éramos adultos, no niños mocosos que se van a un rincón a llorar si amenazan con quitarles internet o cortar la luz un par de días. No suelo perder mucho tiempo pensando en el Viejo Paradigma, pero creo sinceramente que los que aún piensen que hay algún tipo de esperanza en los que siguen aceptando su condición de esclavo a estas alturas, son unos ilusos. Nadie va a luchar por un nicho de cemento lleno de pequeños electrodomésticos en un edificio de veinte pisos. Nadie va a luchar por un trozo de acera que no le pertenece. Nadie va a luchar por un trozo de tierra que no ha trabajado para que le dé sus frutos, ni por árboles que no ha visto crecer y dar sombra en el calor abrasador del verano. Nadie va a luchar por un vecino al que apenas ha saludado un par de veces al cruzarse con él en el ascensor, un desconocido más. Nadie va a luchar por un planeta que no considera su hogar, porque ya olvidó los amaneceres, las puestas de sol, las tormentas y el sonido de los pájaros. Y ya nos demostraron que tampoco lucharían por sus ancianos, olvidados en residencias. Ni por sus niños, embozalados, congelados y condenados a un adoctrinamiento abominable en eso que ya no se puede llamar escuela. En definitiva, si han logrado que no amemos la vida, nadie luchará por conservarla. El plan tuvo éxito. Nos han deshumanizado tanto que ya no hay recuperación posible, y sea con o sin distancia de esos lugares infectos llamados ciudades, los pocos humanos que quedamos seremos los únicos supervivientes de la hecatombe. Me levanté de la vera del camino y emprendí el paseo de vuelta a casa. Según escribo estas líneas aún permanece esa sensación de duelo, porque sé que lo que estoy haciendo no es solo por ellas, las mujeres que fui. Hoy está presente Roderic, el que se rebeló contra el sistema esclavista de entonces y acabó ahorcado, sin poder disfrutar más de los paisajes y el verde de las tierras que eran su hogar, por el que luchó hasta el final. Durante todo el camino fui consciente del nudo extraño en mi garganta. Yo moriría por estas tierras. Ya lo hice en realidad, y creo que lo haría de nuevo. En aquel entonces no lo hice de la forma más inteligente del mundo, pero lo hice porque no estaba dispuesto a que me arrebataran mi libertad, eso que hoy día no parece importarle a nadie. Quería llorar pero no podía, y supe por qué. A Roderic le enseñaron que los hombres no lloran. Roderic no lloraría jamás, por muy roto que estuviera por dentro. Kiksúye. Casualmente, justo antes de ponerme a publicar esta entrada, me llegó el siguiente fragmento del libro Personalidad y niveles superiores de conciencia, de Antonio Blay, por un canal de Telegram.
No puedo estar más de acuerdo con sus reflexiones, por haberlo vivido en carne propia.
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