Ayer me encontré en mi muro de Facebook un contacto que me invitaba a aceptar el desafío de publicar durante diez días una portada de un libro, sin explicar ni aclarar nada acerca de él. Ya avisé que me iba a costar no decir nada, ya que yo raramente hago algo por casualidad. Como no puedo hacerlo en Facebook para cumplir el reto, me he propuesto escribirlo en el blog, y así se me va la sensación esta de morderme la lengua cuando ardo en deseos de compartir con el lector por qué ese libro en concreto significa tanto para mí. El primer libro que he escogido para iniciar el reto es Lucky Starr: Los Anillos de Saturno. Este es uno de esos libros que andaba por ahí perdido en una de las estanterías de mi vivienda de la infancia. No sé si tenía dueño. Podemos decir que no es que yo lo buscara, sino que él me encontró a mí. Y acabé leyéndolo varias veces, para sacarle todo el jugo, como hacía con la mayoría de los libros que disfrutaba de veras. Por aquel entonces ni siquiera sabía que era una ópera espacial… de hecho, no fue hasta que publiqué mi primer libro, La Operación Fantasma, que me enteré que las aventuras por el espacio tenían su propio nombre. Nunca he sido una literata. Yo leo libros para divertirme, para usar mi imaginación y que me lleve a lugares lejanos y fantásticos, con la ayuda del escritor que tan generosamente da su tiempo y su esfuerzo para crear historias. Jamás me ha gustado analizar textos. Si hago eso, dejo de disfrutar. Y Lucky Starr me llevaba tan lejos como La Guerra de las Galaxias, al espacio exterior, a bordo de una nave espacial que en la portada se asemeja sospechamente al Halcón Milenario, y en compañía de un extraño marciano que si no recuerdo mal, era su segundo a bordo. La parte política que inevitablemente Asimov mete en sus obras de ciencia ficción me aburría y era difícil de comprender para mi mente infantil, pero el resto era simplemente genial, y no tengo duda de que su influencia acabaría notándose en mi primera novela, La Operación Fantasma. Empecé a escribirla en mitades de folio, directamente a mano con bolígrafo negro, verde para las letras capitales, y la primera versión creo que llegó a las cincuenta y tantas páginas. La segunda alcanzó más de cien. Esas dos primeras versiones aún las conservo en algún lugar, protegidas por un plástico, esperando que algún día acaben valiendo una millonada, como los primeros manuscritos de Tolkien. No creo que eso llegue a pasar, ya que está visto que las actuales generaciones ya no valoran ni la buena música ni la buena literatura, pero quizá sí me podrán servir algún día para publicar informes gráficos de cómo se construye una obra literaria, borrador tras borrador, introduciendo cada vez más detalles, cortando y pegando pedazos, puliendo aquí y allá, alcanzando cada vez mayor profundidad y madurez, viéndolo crecer con mucha paciencia y sin desfallecer, hasta que muchos años después lo ves ya casi rozando la perfección. Por algo escribir se considera un arte.
Lucky Starr bien podría ser un ancestro de mi protagonista Sheila Craig, su tatarabuelo, quizá, cuando los seres humanos comenzaban a viajar más allá del cinturón de asteroides. Como dato curioso, jamás me leí ningún otro libro de la serie. Quizá debería aprovechar mis últimos días de libertad y seguir ahora, nunca es tarde para recuperar viejas lecturas que te hacen soñar, algo tan necesario en un mundo en el que pronto nos lo prohibirán.
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