Con un poco de retraso, debido a que aparte de esto no dejo de trabajar en mi pequeño negocio ni tampoco de escribir en mi nueva novela por las noches, llegamos al día 6 del reto literario de Facebook, que consiste en publicar una portada de un libro que te guste, sin aclarar ni explicar nada sobre él. Eso está bien para Facebook, pero ya se sabe que yo no me puedo callar, así que me autoimpuse un segundo reto de publicar a la vez una entrada en mi blog sobre el libro en cuestión. Para el día 6 elegí Zona caliente, de Richard Preston. El lector avispado se habrá dado cuenta de que he hecho un breve viaje por mi infancia lectora y he ido avanzando poco a poco hacia la juventud. Este libro que va sobre virus cayó en mis manos ya durante mi época universitaria, no sabría decir cuándo exactamente, pero es probable que coincidiera con la alerta mundial causada por una de las primeras epidemias del virus Ébola. Aquello sí que fue una verdadera epidemia, no lo que estamos viviendo ahora con el coronavirus este de mentira que crearon para llevar al mundo a la ruina económica. Siempre he sentido especial atracción por todo lo microscópico. Por eso una de mis asignaturas preferidas de la carrera fue microbiología, en la que estudiamos virus, bacterias y otros microorganismos que, según dice la teoría actual, producen muchas de nuestras enfermedades. Quería saber más de virus, así que por eso me compré esta edición de Zona caliente. El comienzo de este libro es memorable. Son todo hechos reales, pero descritos casi como si fuera una novela, así que no es nada complicado ponerte en la piel de una trabajadora del CDC de Atlanta (Centro de Control de Enfermedades de Estados Unidos), ahora muy conocido por todos, pero que en aquel entonces nadie sabía lo que era. Esta trabajadora se pinchaba accidentalmente con sangre infectada del virus Ébola, si no recuerdo mal. Así que su traje de protección de nivel 4, más parecido al de un astronauta que al de un técnico de laboratorio (factor que me producía aún más fascinación), no le servía de mucho. La narración te transmitía muy bien la psicosis, el miedo a infectarte y morir en unas pocas horas, y la precaución que debes tener a la hora de vestirte y desvestirte antes de entrar en un laboratorio de bioseguridad y ponerte a manipular virus letales altamente contagiosos.
Si solo el 10% de la población española se hubiera leído el libro, apuesto a que ahora no la habrían engañado tan fácilmente. Pero, como ya sabemos, la población española no se caracteriza especialmente por su alto nivel cultural. Y por eso estamos como estamos. Después de meterte el miedo por el cuerpo, el libro hacía un repaso histórico por todos los brotes de Ébola que hubo en África, describiendo con todo lujo de detalles los síntomas de la fiebre hemorrágica que produce y lo mal que lo pasaban el personal médico y los familiares de los afectados. Que vamos, si llegan a utilizar al Ébola en lugar del resfriado común de cualquier coronavirus, no sé, yo creo que todos los ciudadanos españoles se habrían muerto del susto, en lugar de ir muriendo lentamente por las medidas absurdas tomadas sin ninguna base científica contra el «temido» Sars-Cov-2, pero supongo que eso no les interesa a las élites, que lo que quieren es que sigamos vivos pero esclavizados. Plandemias aparte, Zona caliente es un libro que disfruté a pesar de su crudeza, y sobre todo me enseñó la diferencia entre el trabajo de campo y el trabajo científico de laboratorio. Ambos son necesarios, pero el segundo es principalmente teórico y no te da idea de lo que supone realmente una enfermedad epidémica causando estragos en la población. Desde ese entonces siempre utilicé el ejemplo del Ébola para ilustrar el gran valor de los que están en las trincheras, el valor de la experiencia, de la práctica frente a la teoría. Si no lo vives en primera persona no sabes realmente de qué va un asunto, no puedes dártela de experto erudito si no te has puesto nunca uno de esos trajes, si no has olido la sangre expulsada por uno de esos pacientes, si no has leído el miedo reflejado en sus ojos, si no has visto las pilas de cadáveres ni los rituales supersticiosos de sus familiares. Por eso me hacen bastante gracia todos aquellos que creen conocer la Verdad de numerosos temas sin haberse movido de su sofá, sin haber experimentado hasta el fondo para conocer los efectos de una sustancia o de una práctica (como la meditación o el yoga), o sin haber luchado en el frente, o sin haber trabajado codo con codo con otras personas en situaciones límite. Con demasiada frecuencia hablamos sin saber. Y en nuestro orgullo, ni siquiera nos molestamos en preguntar a las personas que estuvieron allí y aún pueden contarlo, perdiendo información valiosa para enfrentarnos a un futuro que, sin duda alguna, se volverá a repetir.
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