Después de unos meses observando el comportamiento de los gatos en el jardín, he encontrado mi lugar de meditación ideal donde jamás hubiese imaginado: subida en un hórreo, dejando que el sol me envuelva en su calorcito e inspirando el aroma del limonero que custodia el hórreo. Al principio me daba un poco de vértigo, pero ahora ya me he fundido con la madera. Encuentro el apoyo perfecto en mi coxis y mantengo el equilibrio con la espalda recta, que para algo tenía que servir el yoga. Y desde ahí, como si fuera una baronesa rampante, contemplo todo lo que se mueve por debajo de mí y trato de alejarme mentalmente de Zombilandia. Es eso o colgarme del árbol muerto que está justo en la linde de la parcela. Lleva susurrándome que lo haga desde que nos mudamos a esta casa. Ayer tuve que volver a la peluquería, a mi pesar. Esta vez no me pude librar de ponerme bozal y no me sentí como Mr. Bean con su tarjeta de crédito, y eso que intenté darles un poco de penilla asegurándoles que se debía a problemas respiratorios (lo cual es cierto porque tengo alergia y lo raro es que respire con mis dos orificios nasales bien abiertos). Lo máximo que me dejaron fue bajármela entre teñir y cortar, porque la peluquera era covidiana total, según supe después por los comentarios que hizo sobre el desastre al que vamos encaminados debido a la negativa de las autoridades sanitarias de hacer PCR’s a todos los compañeros de footing (ah, no, que ahora se dice running) de un chico que dio positivo no sabemos por qué ni si tenía síntomas de algo… y claro, le daba miedo acercarse mucho a mí si llevaba la nariz por fuera, que todos somos positivos asintomáticos hasta que se demuestre lo contrario. Mientras me lavaban la cabeza me alegré de no haber dicho nada sobre mi condición negacionista. Una señora comentó que dos miembros ancianos de su familia habían muerto uno detrás de otro, por Covid, claro, que ahora todo el mundo se muere por eso, aunque solo salían de casa para comprar y quién sabe dónde pudieron contagiarse de ese virus mortal que aún pulula por ahí por la irresponsabilidad de la gente. Para qué nos vamos a cuestionar nada, por supuesto, si lo dice la tele tiene que ser cierto. Temo que si hubiese sugerido tan solo que todo esto es una farsa, habría acabado como uno de los clientes de Sweeney Todd. Y no… que yo ya morí en alguna que otra guerra y a esta pienso sobrevivir pase lo que pase. Pero en serio, ya me veía despedazada por la horda de peluqueras zombis… Llegué a la clínica, cerré con un portazo y me llevé la mano al corazón, para detener las palpitaciones. Bueno, creo que a esto último también contribuyó el vigilante del Familia, que quiere ganar la Medalla de Oro al vigilante de supermercados más eficiente en coger a clientes con bozal mal puesto y me persigue por todos los pasillos para obligarme a ponérmela bien.
Dios, qué estrés. Volvamos a mi hórreo, que ahí recupero mi paz interna. Ahí te elevas por encima de los mortales y puedes pensar con más claridad. Te haces mucho más consciente del abismo al que van todos, y yo espero con total paciencia y desapego a ver si me acabarán arrastrando con ellos o no. Con un poco de suerte caerán ellos solos. Ya la están palmando a puñados con la vacuna, pronto empezarán a morir de hambre, o se matarán entre ellos por la harina de repostería, como ya pasó hace un año aunque lo hayan olvidado. Mientras estoy en estado contemplativo, escuchando el piar de los pájaros a mi alrededor, que tienen conversaciones mucho más interesantes que cualquier covidiota, me acuerdo de mis camaradas de la resistencia, que tampoco son muy optimistas, pero al menos sé que si sobrevivimos compartiré lo que quede del planeta con humanos de verdad. Y si no sobrevivimos, pues al menos los reconoceré en el más allá y nos alegraremos por no haber sucumbido al virus de la estupidez humana ilimitada.
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