El ánimo de la población decae después del reciente anuncio presidencial de que la absurda cuarentena ha de prolongarse aún quince días más. Sigo notando mucha crispación, muchas miradas de «¿Pero tú adónde coño vas?», mucho miedo a lo desconocido, mucho nerviosismo… Al cajero que me tocó hoy en el supermercado —un hombre madurito que quizá estaba sustituyendo a una compañera y se dio cuenta de que deberían cobrar el doble de lo que cobran— se le abrió el paquete de las manzanas verdes Granny Smith y las volvió a embolsar corriendo, perdiendo una por el camino que tuve que pagar de todas formas. No reclamé, no fuera que llamara la atención del vigilante y me enviara al cuartucho de detención de los chorizos y me descubriera. Pude leer el pensamiento del cajero: «¡¡Dios!! ¡Que estoy esparciendo todos los coronavirus por la cinta portaartículos esta o como se llame y voy a ser el responsable de la muerte de todos mis congéneres!» Es lo que suele ocurrir cuando les transmites a los ciudadanos que un virus respiratorio es más o menos igual de mortal que las esporas del ántrax. Hoy tenía la esperanza de reclutar a más disidentes para mi resistencia, pero a este lo descarté al instante, se ve que ha sido víctima de la desinformación…
En un aburrido día en el que lo más emocionante ha sido ver un webinario sobre la furunculosis perianal canina, yo tampoco me voy a ir a la cama muy optimista sobre el futuro. Ahora que ya me sé al dedillo la etiología, el diagnóstico y el tratamiento (parcialmente inútil como siempre ocurre con la medicina occidental) de esta grave y dolorosa patología, creo que jamás podré tener pacientes para poder sanarlos. Sniff. Sniff.
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Conduzco de casa al trabajo pensando en el Ángel de la Muerte, porque en el CD suena la leyenda de Elijah Shade, y tengo que introducirla de alguna manera en mis escritos, por si alguien siente su llamada y se le ocurre leer la letra, y descubrir que muchos conocemos la Verdad, pero nos la guardamos para nosotros mismos porque sabemos que casi nadie comprenderá. Bueno, no siempre nos la guardamos. A veces hablamos con gente que sí comprende, o la transformamos en historias absurdas para que la gente piense que nosotros los escritores estamos haciéndoles soñar. A veces hasta nos llegan a considerar genios. Eso sí, lo hacen una vez que ya estás en el otro lado, no sea que teniendo un salario digno se te suba la genialidad a la cabeza. Estoy segura de que Elijah Shade trabaja en ese Departamento. Tengo que preguntarle a Clive, el responsable de las letras de Arena, si él también conoce la Verdad. Porque lo reconozco en la profundidad de sus escritos, en lo acertado de sus letras, en la magia que dejan traslucir los mundos que crea, solo con su imaginación y unas notas musicales. Qué pedazo de artista. Un día en una sala de conciertos creí ver el brillo de la insignia destacando en la negrura de su gabardina, mientras tocaba su teclado. Solo alguien que ha jugado con la Muerte muchas veces antes podría llevar esa insignia con tanta elegancia, y además estando vivo. Qué grande Clive. Qué grande Elijah. You are wrong! You misjudge me
My truths are obscure and unknown… I am here Though you'd throw me down to hell Despite your fears only time can tell Hoy me tocaba acudir a la clínica, así que allí me encaminé, tratando de sonreír a los temerarios que me encontraba por la carretera o paseando por las aceras, seguramente trabajadores autónomos como yo, arriesgando sus vidas para sacar al país adelante. En el decreto del gobierno se dejaba bastante claro que necesitan de nuestro dinero para que los asalariados puedan permanecer en sus casas en este simulacro de pandemia, así que por eso los autónomos no obligados a cerrar nuestros negocios nos sacrificamos por el bien común. Con un par. Y además hasta encontramos tiempo para entretener a la población escribiendo más de lo que he escrito en toda mi vida. Creo que cuando me muera deberían dedicarme otro monumento.
Al llegar vi que la responsable de la limpieza de nuestra manzana también estaba trabajando, al pie del cañón, con su uniforme y su carrito pero sin protección especial de ningún tipo. Desconozco su nombre, y aunque debe de conocerme ya de vista, jamás nos saludamos. Abro la puerta de mi negocio y me pongo a preparar los trocitos de papel higiénico reciclado que venderé hoy a todo aquel que me lo encarge por vías extraoficiales (por vía oficial jamás lo hagáis, por Dios no, que no queremos que nos pillen). Y mientras estaba ahí cortando con sumo cuidado los trozos de tan preciado material, ¡zas!, palma de la mano a la frente, me he dejado la comida en casa... Claro, eso me ha pasado porque salí cargada con la bolsa de basura, dos o tres de reciclaje de plástico, y la de tela con el papel y el vidrio, porque a pesar de la situación preapocalíptica una sigue pensando en las generaciones futuras y quiere que tengan un mundo con la contaminación justa (y vegano, por supuesto), segunda razón por la que deberían ponerme otro monumento cuando me muera... pero en fin, no puedo hacerme ilusiones cuando al ritmo que vamos lo más seguro es que acabe desintegrada por una bomba nuclear y a nadie le importará. Total, que por mi alarde de generosidad hoy voy a empezar a sentir lo que es el hambre en estados de emergencia: voy a comer a las 16:30 en vez de a las 15 horas como es habitual (más que nada porque no pienso ir a un supermercado con las colas ridículas que hay que hacer solo para comprarme una ensalada envasada, que encima vendrá con trozos de pollo muerto o con azúcar, además de alguna proteína estructural de coronavirus). |
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