Como estoy ultimando el lanzamiento de la nueva entrega de mi saga espacial, de la que estoy especialmente orgullosa, me está invadiendo cierta nostalgia. Como ya dejé claro en mi anterior entrada sobre mi proceso creativo, soy bastante perfeccionista. Eso quiere decir que soy capaz de enviar el manuscrito a Amazon todas las veces que sean necesarias, si en algún momento encuentro una errata. Todos los escritores sabemos que se reproducen cuando no estás mirando. Algunos incluso afirman que hay un demonio que se dedica a hacerlas aparecer, llamado Titivillus. Sea culpa nuestra o de un demonio, ahora es fácil corregir erratas. Cuando yo empecé a escribir tenía que repetir toda la hoja que estaba transcribiendo, porque no me gustaban los tachones y no toleraba más de uno. En el borrador, que es de lo que voy a hablar hoy, no, ahí no me importaban los tachones. Por cierto, esto me recuerda que algún día tengo que hablar sobre por qué pienso que un escritor debería ser capaz de revisar, editar, formatear, ilustrar y hacer la portada de su propio libro. Pero tranquilos, que no será hoy 😉. Donde estoy ahora no tengo el borrador original, el primero primerísimo, de la que tiene pinta va a ser mi mayor obra literaria en esta vida, pero sí tengo los cientos subsiguientes. La cosa es que yo empecé a escribir con la inocencia característica de una niña de trece años (para la época), que aún creía que los escritores lo hacían así de seguidillo, desde el principio al final, según les salía de la cabeza. Y entonces el primer borrador era muy similar a otros libros que ya había escrito yo misma a mano y encuadernado, como la traducción de un libro en inglés adaptado para principiantes, Drácula. Sí, lo traduje yo, que quede claro. No, no fui a ninguna academia, como me preguntó mi profesor de inglés del colegio. Una nació ya con algunos talentos... Creo que ese también lo guardo en alguna parte… 🤔 Ah, mira, aquí está: Y no, no era ninguna tarea para el colegio. Lo hacía porque ya apuntaba maneras de escritora y disfrutaba con ello. La diferencia con el primer borrador de La Operación Fantasma es que en vez de hacerlo en octavillas, lo hice en cuartillas. Creo que la primera versión alcanzó alrededor de las 80 páginas, antes de darme cuenta de que tenía que reescribir algunos fragmentos. La segunda versión alcanzó más de 130, si no me equivoco. Luego ya decidí que antes de escribirlo directamente iba a tener que escribirlo de manera provisional para poder ir corrigiendo sobre la marcha. ¡Yo misma descubrí qué es un borrador y por qué lleva ese nombre! 😊 Entonces dejé las cuartillas y me puse a utilizar el papel cuadriculado normal que también usaba para coger apuntes en el colegio y para mis diarios personales, cuando se me acabó el que me había regalado mi tía Paquita, posiblemente el día de mi comunión o algo similar. Aquí ya debemos de estar hablando de la época de bachillerato, o sea, finales de los 80. Y del montón de hojas que aún conservo, he seleccionado más o menos al azar dos de ellas, para deleite del personal. Con ellas puedo contar alguna que otra primicia. Empiezo con la más antigua, en una parte más bien avanzada del libro: Ni que decir tiene que esto es tal cual lo escribía, según salía de mi imaginación, con los añadidos pertinentes después de la primera vuelta. Si tenía que añadir algún fragmento largo, como en este caso, se iba al margen. En algún caso, si eran varios fragmentos, o de mayor longitud, tenía que anexar alguna hoja extra, por lo general cuartilla reciclada. Y la verdad es que, igual que me pasa actualmente, la versión final no suele llevar muchos cambios… bueno, tal vez sí. Adjunto el fragmento correspondiente de la versión actualmente publicada como comparación. Como ahora trabajo con el ordenador el 99% del tiempo, ahora ya no llevo registro de los cambios, lo cual no sé si es una pena o una absoluta mejora. No sé cómo trabajarán otros escritores, pero yo no voy guardando infinitos borradores, me volvería loca. Como mucho tengo dos o tres al mismo tiempo, si es que he tenido que hacer cambios importantes, y normalmente es provisional, por si hay trozos que no quiero perder y que podrían ser recolocados en la nueva versión. Otro día me extenderé sobre mi forma de trabajar en general, pero tranquilos que no será hoy… La segunda muestra del borrador es más reciente, y es una de las pocas que tengo en hoja blanca en lugar de cuadriculada. En esta se ve una diferencia importante en la novela, y es que cambié el nombre del enemigo principal, de Wizard a Zarovnik. En realidad ambos nombres significan lo mismo, pero están escritos en idiomas distintos (llevo un tiempo preguntándome por qué siempre elijo nombres de origen eslavo para los malos, y creo tener la respuesta aunque desde luego no la diré aquí). La razón principal para el cambio es que Wizard me empezaba a sonar a ambientador para la casa, por uno de esos estragos que hace la publicidad. Y, por cierto, no sé si dije que de él también hice un dibujo, pero tan malo que no sé si me atreveré a publicarlo algún día. De este fragmento quería resaltar la parte de abajo, que no sé si se ve bien: Muchos recomiendan que antes de escribir un libro, hagas una planificación de todos los capítulos, con un breve resumen de lo que escribirás en cada capítulo. Yo no podría hacer eso ni de coña. Yo, como escritora, me manejo igual que en la vida real, soy incapaz de preplanificar más allá de dos días, unas horas si me pillas en plan vago… A ver, que no, que no es necesario y además hasta lo encuentro contraproducente. ¿Saber ya de antemano cómo va a acabar el asunto? ¿Cómo puedo saber yo lo que van a terminar haciendo mis personajes? Además, hasta yo misma me aburriría de la historia si ya supiera cómo va a ir. Lo máximo que planifico es lo que se ve en esa foto: un breve esquema de mis ideas, bastante desdibujadas, de lo que pasará en el siguiente capítulo. Y ni siquiera lo hago con el ánimo de planificar, sino solo de apuntarlo para que no se me olvide, que más de una vez me ha ocurrido. Escribir es como soñar. Cuando sales del estado superior de consciencia, la mitad de tus ideas geniales ya no vuelven al cerebro, por algún misterio insondable de nuestra naturaleza humana. También me ha pasado que luego lo he releído y ni yo misma sabía qué quería decir, de tan críptico que lo había puesto.
Conclusión: otra cosa no, pero esta entrada es la prueba viviente de que la esencia de mi proceso creativo es el completo caos. A mí me funciona y además... me mola. Con eso es suficiente. P.D.: También tengo un borrador manuscrito de más de 300 hojas de La espiral de marfil, pero este se merece unas cuantas entradas exclusivas.
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