Hoy por fin he sabido lo que se siente al encontrarte tu cuenta bancaria en números rojos. Por un momento he pensado que alguien iba a tirar abajo la puerta de la consulta y me iba a inmovilizar en el suelo con una porra, para llevarme presa a la cárcel. Luego me di cuenta de que eso no era posible, porque ya estoy en ella. Menos mal que me pude hacer con esos bonos de internet de 5 euros que venden en el ultramarinos que hay al lado de la cancha de baloncesto. No duran mucho pero al menos me da tiempo a consultar mi correo y a seguir contactando con potenciales disidentes en Facebook, que como bien es sabido es lo que hacen todos los delincuentes cuando están presos.
No me ha afectado mucho lo de los números rojos. Era de esperar cuando el gobierno decretó que los autónomos les salvaran el culo en el estado de falsa alerta sanitaria. Lo malo es que ahora el banco vendrá a mí como si yo fuera la deudora, y la policía seguirá persiguiéndome como si yo hubiese hecho algo ilegal, en lugar de ir a por los verdaderos ladrones que son los políticos… Hmm, es curioso cómo están montadas las cosas en el 99% de los países, se ve que esos deben de tener algún grado de inmunidad al virus de la estupidez humana ilimitada (menos Donald Trump en concreto, claro, ese se lo debe de organizar de otra manera, o quizá es solo que aparenta ser estúpido pero no lo es). Aquí en la cárcel no hay mucho que hacer. No hay perros con otitis, no veo que ningún gato se cuele con heridas de mordedura, no veo cobayas con los molares sobrecrecidos… Por haber, no hay ni ratas en la cocina, que ya es triste, esto ni parece una cárcel como las de antes. Lo que sí hay es demasiado bicho muerto sobre las bandejas metálicas, así que ya he organizado mi primer grupo sobre veganismo, que cualquier lugar es bueno para difundirlo. Fuera a nadie le interesaba este tema, pero aquí se ve que andan tan aburridos como yo, y ya se me han apuntado catorce compañeros presos.
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Hoy es otro de esos días tranquilos en los que mi mente reposa como buena yoguini que soy. Mientras escribo contemplo el mar en el horizonte, más allá de los árboles. Me fascina que nunca es el mismo mar, aunque esté siempre ahí. Extrañamente, hoy no hay olas. La superficie luce gris y lisa, como si en lugar del Cantábrico enfurecido fuera un pacífico lago en medio de las planicies americanas. El agua también reposa como mi mente. El agua no se perturba por las emociones humanas. Por eso siempre le recuerdo a mi pareja, como hacía el bueno de Bruce Lee: «Be water, my friend.» La temperatura hoy es la ideal también. El cielo está nublado pero hasta me sobran los guantes, y con la puerta abierta me llega el piar constante de los pájaros, revueltos por la llegada de la primavera. Ellos no se preocupan por virus ARN ni nada que se le parezca, saben que tienen vida y que tienen que vivir, con eso es suficiente. Y cuando se acabe, pues ya volverán. Las cosas son muy simples, si uno las quiere ver así. Creo que los humanos somos los únicos animales que lo complicamos todo innecesariamente. Pensamos demasiado. Sentimos demasiado. Nos angustiamos demasiado, cuando todo tiene arreglo, incluso la misma muerte (en contra de la creencia popular).
Uno de mis personajes favoritos de El Señor de los Anillos siempre fue Faramir. Me refiero al personaje original del libro, ya que el de la película fue un poco distorsionado y no se aprecia su verdadera profundidad: su pacifismo, su amor por las letras, por el conocimiento, y, al mismo tiempo, su faceta de capitán que intenta ser justo y ecuánime, y no caer en la crueldad. Su faceta de luchador más o menos le viene impuesta por las circunstancias del mundo en el que vive, pero aún así sobresale por su habilidad y su sabiduría. Sí he de reconocer que la escena con su padre, Denethor, es una de las más impresionantes y conmovedoras de toda la trilogía. Abatido por la muerte de su primogénito, Boromir, en el que tenía puestas todas sus esperanzas, Denethor ordena con desprecio a Faramir que ocupe su lugar. Es ahora cuando tiene la oportunidad de demostrar su valor. Le envía a defender Osgiliath, sabiendo que su caída es inevitable. En realidad, le está enviando a una muerte casi segura. Y Faramir acepta.
Eso es un verdadero sacrificio, por cierto, no lo que llaman «sacrificio» en estos días de alerta sanitaria. Así que los artículos más vendidos en los supermercados durante estos días de cuarentena —si es que se la puede llamar así— son, según el Huffington Post: «En la segunda semana de cuarentena, según esta misma empresa la cerveza se mantuvo como la bebida más vendida, con un crecimiento del 77,65%. Sin embargo, en esta última semana se han aumentado también los otros productos de picoteo que suelen acompañarla: las aceitunas han crecido un 93,82%, mientras que las patatas fritas lo han hecho en un 87,13%.» Esto por no hablar de la carne, claro, como hice en mi anterior entrada. Creo que esto lo dice todo sobre la clase de civilización que hemos creado. Ahora me imagino a toda la población encerrada en sus casas, viendo partidos de fútbol por canales de televisión de pago, bebiendo cerveza y comiendo patatas fritas, que ojalá esta parte de la población (porque en realidad espero que no sea toda) acabe por reventar y entonces el virus sí que habrá hecho su trabajo (no el Covid-19 sino el virus de la estupidez humana ilimitada).
Mi pareja también me informó puntualmente esta mañana de que Telemadrid estaba anunciando que habría procesiones, por sus huevos. Da igual que repongan grabaciones de hace un año o hace dieciocho, que para el caso es lo mismo: opio para el pueblo, o al menos, para todos aquellos que necesitan de sus estatuas para adorarlas y sentirse mejor. Y lo peor es que estoy segurísima de que batirán récords de audiencia, ya que la gente no puede salir a la calle y necesitarán esa ilusión de estar reviviéndolo otra vez. Apuesto a que saldrán a los balcones a cantar saetas, justo después del aplauso a los sanitarios. Y a las 12 de la noche. Y a las 3 de la madrugada. Según a qué hora decidan ponerlo los de Telemadrid. Hoy empieza a pesar de verdad este estado de estupidez planetaria en el que nos han sumergido casi sin darnos cuenta. Hoy no puedo ser optimista respecto al futuro, aunque puede que cambie de opinión dentro de una hora, dentro de un día… Y creo que lo que me ha afectado de verdad, porque hasta ese momento estaba medianamente bien, es la noticia de que el Matadero Central de Asturias ha roto todos los récords de asesinatos de inocentes. El artículo en concreto, compartido por un compañero activista, decía que el matadero «donaba» dos mil kilogramos de comida. Supongo que la elección de estas palabras en concreto es para quedar como unos héroes más en esta hecatombe ficticia llamada «pandemia por Covid-19».
Pero matar inocentes jamás debería ser considerado una heroicidad, menos en una civilización en la que nos ahogamos en basura, en la que se tiran frutas y verduras porque sobran, o se derraman litros de leche de vaca, obtenida mediante el sufrimiento y el asesinato de más seres inocentes, porque no alcanza un valor de mercado suficiente. Las principales causas de mortandad se derivan del abuso de los alimentos. La pandemia de obesidad ya le lleva unos cuantos años de ventaja al coronavirus, pero esa no le preocupa a casi nadie, y hay madres que se enrabietan si un nutricionista sugiere cambiar las galletas del desayuno por un plátano o un puñado de frutos secos. Mi primer impulso fue acelerar y evadir el control policial que me encontré en la rotonda de salida de la autovía. Sí, seguramente era solo un control rutinario para pedirme la documentación y preguntarme cuál era el motivo de mi desplazamiento, pero, ¿y si ya sabían que era el miembro fundador de Resistencia? En estos tiempos no te puedes fiar de nadie, cualquier viandante puede ser un espía: si pasan información valiosa a los agentes, quizá puedan pasear a su perro media hora en lugar de los diez minutos que conceden para que el pobre animal haga sus deposiciones en tiempo récord.
Luego me lo pensé mejor y tuve una idea muy loca: ¿y si le decía al policía que se nos uniera? Tener a un miembro de las Fuerzas Armadas en nuestro grupo disidente podía sernos muy beneficioso. En los escasos segundos que tenía para decidir, miré al frente y con pesar vi que estaban deteniendo a otro vehículo delante de mí. Eso me dejaba poco margen para escapar. No tuve otra opción más que frenar y detener mi coche también, escasos metros por detrás. Antes de que se se acercara el agente rebusqué en mi mochila la libreta que siempre llevo para apuntar todas estas idioteces que se me ocurren que al final acaban convirtiéndose en buenos argumentos para mis libros. Cogí el boli y garabateé rápidamente: «Esto del Covid-19 es una farsa y lo sabes. ¿Quieres unirte a la Resistencia?» Me encomendé a Dios y a todos los santos y arranqué la hoja de la libreta. Bajé la ventanilla del coche muy lentamente. |
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