Uff… ya estoy casi fuera de tiempo para publicar mi escrito de cuarentena de hoy, que tengo que hacerlo antes de las 24 horas (vale, confieso que he hecho trampa alguna que otra vez, pero no hoy). La razón de mi retraso, aparte de que he tenido que ir a trabajar y pasarme una hora haciendo la compra, es que estuve ultimando el artículo más largo que he escrito en mi vida sobre veganismo, y posiblemente uno de los mejores. No, no tengo abuela, pero eso da igual…
El caso es que me he quedado aquí saboreando el placer que me ha dado escribirlo, después de un silencio prolongado limitándome a observar el ir y venir de la gente bajo situaciones de falsas pandemias. Me he quedado reflexionando sobre el concepto que más llamó mi atención en la basura de artículo que analizaba: ratas abandonando un barco. Elegí una imagen más bien amable, que tampoco quería destrozar más al individuo que escribió el artículo, aunque estuve dudando entre esa y esta otra:
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Hoy estoy un poco en plan filosófico, tratando de encontrarle un sentido a la vida. Cuando tu casa está situada entre mar y bosque, y desde que te levantas no haces más que oír el ruido del mar y los cantos de los pájaros, inevitablemente te preguntas por qué los humanos lo complicamos todo tanto. ¿No podemos hacer como los animales salvajes, vivir de lo que la naturaleza nos da, respetándola? ¿Vivir al día sin preocuparnos por el futuro y muriendo en paz cuando llegue la hora, aunque sea en las fauces de una gata como le tocó al pobre topillo de ayer?
¿En qué momento de la historia de la humanidad se nos fue la olla? ¿Cuándo se nos ocurrió montar el tinglado capitalista este (o cualquier otro sistema económico, que para el caso viene a ser lo mismo), en el que todos dependemos de otros para sobrevivir? ¿Y en qué momento decidimos que teníamos que dejar que alguien nos gobernara? ¿Por qué pensamos que lo más cómodo es delegar las decisiones importantes en otros? ¿Quién diablos inventó el dinero, con lo bien que nos iba con el trueque de bienes y servicios? Ya puestos, ¿quién fue el listo que dijo que era mejor vivir en comunidades? Como lo encuentre lo reviento… Hoy tengo más ganas de jugar a videojuegos que otra cosa, pero como soy bastante disciplinada y sobre todo muy obstinada (eso explica que a día de hoy esté trabajando en una clínica veterinaria aunque vayan a ser dos telediarios), pues aquí estoy un día más de tediosa y desesperante cuarentena. Que bueno, dentro de lo malo, hoy he podido ir a trabajar para hacer básicamente lo mismo que hago en casa pero con una conexión de internet de más gigas. Creo que es lo único guay de tener un negocio.
Noto que la gente ya habla menos del encierro y han dejado de darse tantos ánimos unos a otros. Claro, esto se está alargando tanto que de verdad se está convirtiendo en la normalidad, que es lo que quieren. Así lograrán que echemos de menos lo que teníamos antes, por muy mierdoso que fuera. En una de mis primeras entradas sobre la alerta sanitaria recuerdo que dije —en plan irónico— que lo único bueno de esta situación era que te dabas cuenta de que cuando piensas que las cosas van mal, siempre pueden ir a peor. Pues bien, ese momento ya está quedando atrás. Lo peor ya no está tan mal. Ahora sí que estamos presos, no como antes… Al menos nuestras vidas no estaban en peligro inminente. Al menos podíamos disfrutar de nuestra libertad. Qué desagradecidos éramos: lo teníamos todo y no lo valorábamos… Se nos está olvidando que «todo» era más bien poco, para el común de los mortales, por supuesto. Los que tienen cuentas bancarias a rebosar vivirán esto del coronavirus como una anécdota más en su venturosa vida. Ellos seguirán jugando al pádel en sus pistas privadas mientras los demás nos iremos de esperar en las colas de los supermercados a esperar a la cola del paro. Algunos ni eso, los autónomos nos iremos directamente bajo un puente, a no ser, que como yo, tengamos aún familia que nos acoja. Creo que muy pocos saben que empuñar un cuchillo y ponerte a cortar verduras sobre una tabla de madera da mucho juego a efectos meditativos, posiblemente porque no tienen ni idea de en qué consiste la meditación, pero bueno, esa es otra historia, ahora tienen todo el tiempo para averiguarlo… El caso es que mientras me preparaba el pisto hace escasamente una hora, me puse a pensar en la conversación sobre la muerte que tuve con mi socia ayer. Sí, la muerte está siempre en mi cabeza, haya o no pandemia, solo que para no cansar no estoy todos los días hablando de ella. Mi socia y yo nos preguntábamos por qué nosotras vemos la muerte de forma tan distinta. En vez de asustarnos y poner el grito en el cielo, lo único que nos causa es aburrimiento e indiferencia. Algo así como: «Oye, pero a estos, ¿qué diablos les pasa con la muerte?» No siempre fue así, eso también lo reconozco...
A partir de este punto hablo solo por mí, que si meten a alguien en el manicomio, mejor que sea a la socia más prescindible de la empresa para que la única clínica veterinaria y vegana que existe en el país siga funcionando, al menos hasta julio, que es lo previsto tal y como van las cosas (van como el culo, para ser descriptivos). Bueno, yo creo que el hecho de ser sanitario ya influye bastante en la relación que mantienes con la muerte. Err… sí, los veterinarios somos sanitarios. En los hospitales veterinarios existen prácticamente los mismos equipos e instrumental que en un hospital para humanos, solo que todo se adapta a la especie y al tamaño del individuo. Sí, sabemos cómo funcionan los sueros, los electrocardiógrafos, las ecografías, las extracciones de sangre y su posterior manipulación, los catéteres intravenosos… sabemos lo que es un pulmón con neumonía, un hígado con cirrosis, hacemos autopsias, analizamos muestras con microscopios… algunos hasta saben interpretar TACs y resonancias magnéticas. Por resumir mucho, somos como enfermeras y médicos a la vez, que se dice pronto. Aclaro todo esto porque por lo visto, nadie sabe muy bien a qué nos dedicamos los veterinarios clínicos, aparte de a poner vacunas y recomendar antiparasitarios. Todo el mundo en general y nuestros amigos y familiares en particular se nos quedan mirando incrédulos cuando hacen una pregunta al aire en una habitación de un hospital y nosotras les contestamos explicándoles con todo lujo de detalles cómo funcionan esos aparatitos tan raros… para luego ignorarnos como si no hubiéramos dicho nada, porque total, un gato no puede ser lo mismo que un humano, qué me estáis contando… Gajes del oficio (y consecuencias del antropocentrismo). Tal vez eso explique por qué luego todos piensan que cobramos caro. Una se empieza a cansar ya de estar todos los días pensando en lo mismo: el dichoso coronavirus. Buscando respuestas a tantos enigmas y sin abandonar nunca la desconfianza, he acabado escuchando un antiguo programa de radio sobre el virus Ébola, otro de mis preferidos. Lo irónico es que si me fuera a seguir escribiendo mi novela, esperando desconectar un poco de tanta irrealidad, también seguiría pensando en virus, ya que en el punto en el que la dejé, mi protagonista estaba perdiendo su consciencia afectada por un agente infeccioso aún de naturaleza desconocida. Juro que era mucho más divertido antes de que comenzara esta crisis artificial. Ahora ya ni me parece una historia con un mínimo de originalidad. Pero que mis seguidores no teman: mi saga espacial tendrá tercera parte, sí o sí.
Lo peor de esta situación es la rutina y la pérdida de motivación. Pronto tengo que volver a trabajar pero sé que no va a venir nadie. Lo que sí van a llegar son facturas que tendré que pagar con mis ahorros, que a su vez provienen de los ahorros de otros. Así hasta que cerremos las puertas definitivamente, y esto después de pasarme media vida estudiando, soñando con tener pacientes a los que sanar. Querré ir a comprar alguna cosilla que me falte en la despensa pero me seguiré encontrando colas kilométricas porque la gente está dispuesta a renunciar a su libertad pero no a la coca-cola con patatas fritas. Solo pensarlo me da flojera. Por un día me olvido completamente de la cuarentena y soy feliz con mis muffins de coco y chocolate, al tiempo que mantenemos largas conversaciones sobre lo realmente importante en la vida: la muerte. En el silencio de la noche escuchamos las voces del pasado lejano que vienen a decirnos que aún están aquí. Otros ya han huido ante la incomodidad de las emociones. En la historia siempre se encuentran hechos perturbadores que preferimos ignorar. Lo que parece un bosque pacífico y una playa casi paradisíaca, pudieron ser en otros tiempos el escenario de un triple asesinato. Yo no quiero huir. Yo siempre quiero saberlo todo y llegar al fondo de las cosas. Lo que se destruye siempre se puede reconstruir. Aún no sé qué hicieron con los cuerpos. Ni tampoco si la pequeña consiguió escapar. Hoy esta canción se la dedico a ellos. Casi un mes ya desde que empezó el confinamiento. No, no se le puede llamar así. ¿Yo lo llamaría encarcelamiento? No, tampoco. Estar en una prisión —me refiero a las antiguas de verdad, no como las de ahora— no tiene nada que ver con esto. ¿Es un sacrificio? Ni de coña. Aquí lo único que estamos sacrificando son nuestros ya paupérrimos ahorros. Al menos los que hemos perdido nuestra fuente de ingresos. Iba a decir que también estamos sacrificando nuestra libertad o al menos parte de ella, pero eso es también inexacto. No la estamos sacrificando —eso es lo que quieren que creamos, igual que cuando envían a los soldados a las trincheras a defender ideales imaginarios— sino que nos la han arrebatado con una excusa barata, metiéndonos miedo y haciéndonos creer que es necesario para impedir la propagación de un virus mortal. O eso dicen ellos, que es mortal.
Dicen que si no te ha tocado de cerca, no lo ves igual. Yo lo dudo. Yo pienso que está pasando como en el experimento este que hicieron en una televisión francesa donde al supuesto concursante le hacían creer que él decidía cuánto dolor iba a recibir una persona si se equivocaba en un juego de palabras. Esta persona fingía que le estaba haciendo daño, pero era solo un actor que en ocasiones llegaba a suplicar que parara. La presión que ejercían el público y la presentadora del programa hacía que el concursante continuara apretando el botón que producía la descarga eléctrica en el actor, cada vez más intensa. Este concursante era engañado, y aunque por lo general no quería hacer daño a nadie, encontraba muy difícil resistirse a lo que ordenaba la autoridad, en este caso la presentadora del programa, que no mostraba piedad alguna. Ahora nos están haciendo creer que el Covid-19 provoca muertes y que cualquier familiar o conocido que haya fallecido recientemente, da igual cuál sea la causa real, fue víctima del coronavirus. Así que si osas desafiar a la autoridad, que por decreto te ha ordenado que te encierres en tu casa y no te muevas a riesgo de ser multado, has de saber que puedes ser responsable de la muerte de cualquier persona con la que te cruces por la calle. Puede que sin saberlo seas portador de virus contagiosos mortales y que vayas por ahí asesinando a gente aunque no quieras. Eso incluye a abuelitos que no tienen culpa de nada. Y lo realmente alucinante es que hay montones de personas que sueltan esto por todos lados y se quedan tan panchos. No puedo decirte por qué.
Las horas pasan muy lentamente aquí en la cárcel. Otra vez me sirvieron ternera encebollada y se la tuve que tirar a la cara. Así que me metieron en una celda de aislamiento. Menos mal que solo fue durante doce horas. Luego puse una queja por escrito, porque no puede ser que los veganos no podamos hacer una dieta vegana aunque estemos entre barrotes. Sentí un escalofrío en la oscuridad, mientras esperaba a que me sacaran de allí. Un día saltaré el muro, no hay otra salida. Ojalá pudiera sentirme segura, pero ese lugar ya no existe para mí. Solo queda seguir adelante, pase lo que pase. Será la muerte la única que me detenga, como tantas otras veces antes. Solo la muerte. Hoy me ocurre lo contrario de ayer: no es que no encuentre tema del que hablar, sino que tengo tantas cosas revolviéndose en mi interior que me es difícil elegir una. Lo malo es que la más importante requiere adentrarse en lo más profundo del alma y eso siempre da mucha pereza. Luego merece la pena, porque cuando escarbas en la mayor oscuridad, ahí en lo más hondo donde apenas llega el aire, al final encuentras oro. Un oro que muy pocos saben apreciar. Esta noche voy a dedicarme a la minería. Pero mientras, como esto es mucho más fácil y rápido, he decidido escribir primero en este blog para quitármelo de encima cuanto antes.
Asusta bastante ver cómo la sorpresa y la incredulidad de hace 26 días se van transformando en aceptación y normalidad. La gente sigue acudiendo a los supermercados en masa, haciendo colas ridículamente largas para acabar con las existencias de alimentos tan básicos como los aguacates (luego dirán que somos los veganos los que los consumen) o el pan de molde. Supongo que el confinamiento, acompañado de las interminables sesiones de entrenamiento personal online, ahora gratuitas y accesibles para todos, hacen que aumenten las ganas de comer sándwiches de mermelada. Si no, no me lo explico. O quizá lo utilicen para hacer torrijas, que es lo más probable… Hoy sí que no sé sobre qué escribir. No encuentro nada de lo que quejarme ni nada que compartir que no sea uno de esos secretos que me llevaré a la tumba. Ni siquiera encuentro un poco de humor en mi mente, ni negro ni ningún otro… La verdad es que estoy un poco aburrida. Quizá sea porque ya soy incapaz de imaginar más maneras de vengarme de los políticos que nos han metido en este simulacro de pandemia. Me consta que muchos ciudadanos están perdiendo ya la paciencia, sin poder moverse de sus casas, haciendo que teletrabajan cuando ahí fuera todo el mundo está paralizado y los clientes brillan por su ausencia. Que lo de internet está bien para un rato, pero la mayoría de los humanos (yo no) prefieren salir y socializarse, cotillear con el vecino y hablar cara a cara con los demás. Nos han jodido, así con todas las letras. Pero es que llevan jodiéndonos desde que se inventó esta civilización que tan civilizada dicen que es. Yo creo que como llevábamos ya un tiempo sin una guerra, y la última crisis no impidió que la mayoría del pueblo siguiera divirtiéndose y yéndose de vacaciones, han querido crear una depresión de verdad para hundirnos en una miseria de la que solo los más ricos saldrán. El otro día me sorprendió escuchar decir a Íker Jiménez que nadie salía ganando con este estado de alerta sanitaria. Sospecho que Íker es un vendido. ¿Que no gana nadie, dice? ¿Cómo que no? Ganan los mismos de siempre: los que pueden apretar más la soga al cuello de los que andan siempre en la cuerda floja, en el límite de la pobreza. Ganan los que tienen puestos fijos con sueldos desorbitados proporcionados por el Estado, o sea, por los contribuyentes, o sea, por los trabajadores, esos que ganan menos de 1500 euros al mes, por ser generosa. A esos millonarios con puestos fijos no les importa pasarse dos meses encerrados en sus casoplones, como si es un año entero, que si tienes 100 000 euros en el banco ya puedes estar mucho tiempo sin cobrar, aun sin el subsidio del paro. Y estos no tienen 100 000 euros en el banco, tienen diez o cien veces más. Vamos, los puedo ver en mi mente, todos partiéndose de la risa mientras ven el telediario con sus televisores extraplanos de 50 pulgadas en sus minisalas de cine. Todos los demás saldremos considerablemente más pobres de esta, y muchos ni siquiera saldrán. No me incluyo entre estos últimos porque a pesar de todo mantengo la esperanza, que dicen que es lo último que se pierde, pero vamos, no hay que ser muy listo para darse cuenta de adónde nos lleva este cuento del Covid-19. Ni siquiera hace falta haberse leído 1984 para saber que ya estamos en un presente distópico, que vivimos en un mundo de felicidad ficticia y bulos continuos en el que la población vive presa de su propia estupidez. Y los que no somos estúpidos y no nos dejamos llevar por la ilusión, hacemos como Winston Smith al final del libro, porque en el fondo sabemos que poco podemos hacer para cambiar el sistema en el que nos encontramos atrapados. Guerra es paz.
Libertad es esclavitud. Ignorancia es fuerza. |
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