Hoy tengo más ganas de jugar a videojuegos que otra cosa, pero como soy bastante disciplinada y sobre todo muy obstinada (eso explica que a día de hoy esté trabajando en una clínica veterinaria aunque vayan a ser dos telediarios), pues aquí estoy un día más de tediosa y desesperante cuarentena. Que bueno, dentro de lo malo, hoy he podido ir a trabajar para hacer básicamente lo mismo que hago en casa pero con una conexión de internet de más gigas. Creo que es lo único guay de tener un negocio.
Noto que la gente ya habla menos del encierro y han dejado de darse tantos ánimos unos a otros. Claro, esto se está alargando tanto que de verdad se está convirtiendo en la normalidad, que es lo que quieren. Así lograrán que echemos de menos lo que teníamos antes, por muy mierdoso que fuera. En una de mis primeras entradas sobre la alerta sanitaria recuerdo que dije —en plan irónico— que lo único bueno de esta situación era que te dabas cuenta de que cuando piensas que las cosas van mal, siempre pueden ir a peor. Pues bien, ese momento ya está quedando atrás. Lo peor ya no está tan mal. Ahora sí que estamos presos, no como antes… Al menos nuestras vidas no estaban en peligro inminente. Al menos podíamos disfrutar de nuestra libertad. Qué desagradecidos éramos: lo teníamos todo y no lo valorábamos… Se nos está olvidando que «todo» era más bien poco, para el común de los mortales, por supuesto. Los que tienen cuentas bancarias a rebosar vivirán esto del coronavirus como una anécdota más en su venturosa vida. Ellos seguirán jugando al pádel en sus pistas privadas mientras los demás nos iremos de esperar en las colas de los supermercados a esperar a la cola del paro. Algunos ni eso, los autónomos nos iremos directamente bajo un puente, a no ser, que como yo, tengamos aún familia que nos acoja.
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Una se empieza a cansar ya de estar todos los días pensando en lo mismo: el dichoso coronavirus. Buscando respuestas a tantos enigmas y sin abandonar nunca la desconfianza, he acabado escuchando un antiguo programa de radio sobre el virus Ébola, otro de mis preferidos. Lo irónico es que si me fuera a seguir escribiendo mi novela, esperando desconectar un poco de tanta irrealidad, también seguiría pensando en virus, ya que en el punto en el que la dejé, mi protagonista estaba perdiendo su consciencia afectada por un agente infeccioso aún de naturaleza desconocida. Juro que era mucho más divertido antes de que comenzara esta crisis artificial. Ahora ya ni me parece una historia con un mínimo de originalidad. Pero que mis seguidores no teman: mi saga espacial tendrá tercera parte, sí o sí.
Lo peor de esta situación es la rutina y la pérdida de motivación. Pronto tengo que volver a trabajar pero sé que no va a venir nadie. Lo que sí van a llegar son facturas que tendré que pagar con mis ahorros, que a su vez provienen de los ahorros de otros. Así hasta que cerremos las puertas definitivamente, y esto después de pasarme media vida estudiando, soñando con tener pacientes a los que sanar. Querré ir a comprar alguna cosilla que me falte en la despensa pero me seguiré encontrando colas kilométricas porque la gente está dispuesta a renunciar a su libertad pero no a la coca-cola con patatas fritas. Solo pensarlo me da flojera. Por un día me olvido completamente de la cuarentena y soy feliz con mis muffins de coco y chocolate, al tiempo que mantenemos largas conversaciones sobre lo realmente importante en la vida: la muerte. En el silencio de la noche escuchamos las voces del pasado lejano que vienen a decirnos que aún están aquí. Otros ya han huido ante la incomodidad de las emociones. En la historia siempre se encuentran hechos perturbadores que preferimos ignorar. Lo que parece un bosque pacífico y una playa casi paradisíaca, pudieron ser en otros tiempos el escenario de un triple asesinato. Yo no quiero huir. Yo siempre quiero saberlo todo y llegar al fondo de las cosas. Lo que se destruye siempre se puede reconstruir. Aún no sé qué hicieron con los cuerpos. Ni tampoco si la pequeña consiguió escapar. Hoy esta canción se la dedico a ellos. Casi un mes ya desde que empezó el confinamiento. No, no se le puede llamar así. ¿Yo lo llamaría encarcelamiento? No, tampoco. Estar en una prisión —me refiero a las antiguas de verdad, no como las de ahora— no tiene nada que ver con esto. ¿Es un sacrificio? Ni de coña. Aquí lo único que estamos sacrificando son nuestros ya paupérrimos ahorros. Al menos los que hemos perdido nuestra fuente de ingresos. Iba a decir que también estamos sacrificando nuestra libertad o al menos parte de ella, pero eso es también inexacto. No la estamos sacrificando —eso es lo que quieren que creamos, igual que cuando envían a los soldados a las trincheras a defender ideales imaginarios— sino que nos la han arrebatado con una excusa barata, metiéndonos miedo y haciéndonos creer que es necesario para impedir la propagación de un virus mortal. O eso dicen ellos, que es mortal.
Dicen que si no te ha tocado de cerca, no lo ves igual. Yo lo dudo. Yo pienso que está pasando como en el experimento este que hicieron en una televisión francesa donde al supuesto concursante le hacían creer que él decidía cuánto dolor iba a recibir una persona si se equivocaba en un juego de palabras. Esta persona fingía que le estaba haciendo daño, pero era solo un actor que en ocasiones llegaba a suplicar que parara. La presión que ejercían el público y la presentadora del programa hacía que el concursante continuara apretando el botón que producía la descarga eléctrica en el actor, cada vez más intensa. Este concursante era engañado, y aunque por lo general no quería hacer daño a nadie, encontraba muy difícil resistirse a lo que ordenaba la autoridad, en este caso la presentadora del programa, que no mostraba piedad alguna. Ahora nos están haciendo creer que el Covid-19 provoca muertes y que cualquier familiar o conocido que haya fallecido recientemente, da igual cuál sea la causa real, fue víctima del coronavirus. Así que si osas desafiar a la autoridad, que por decreto te ha ordenado que te encierres en tu casa y no te muevas a riesgo de ser multado, has de saber que puedes ser responsable de la muerte de cualquier persona con la que te cruces por la calle. Puede que sin saberlo seas portador de virus contagiosos mortales y que vayas por ahí asesinando a gente aunque no quieras. Eso incluye a abuelitos que no tienen culpa de nada. Y lo realmente alucinante es que hay montones de personas que sueltan esto por todos lados y se quedan tan panchos. No puedo decirte por qué.
Las horas pasan muy lentamente aquí en la cárcel. Otra vez me sirvieron ternera encebollada y se la tuve que tirar a la cara. Así que me metieron en una celda de aislamiento. Menos mal que solo fue durante doce horas. Luego puse una queja por escrito, porque no puede ser que los veganos no podamos hacer una dieta vegana aunque estemos entre barrotes. Sentí un escalofrío en la oscuridad, mientras esperaba a que me sacaran de allí. Un día saltaré el muro, no hay otra salida. Ojalá pudiera sentirme segura, pero ese lugar ya no existe para mí. Solo queda seguir adelante, pase lo que pase. Será la muerte la única que me detenga, como tantas otras veces antes. Solo la muerte. Hoy me ocurre lo contrario de ayer: no es que no encuentre tema del que hablar, sino que tengo tantas cosas revolviéndose en mi interior que me es difícil elegir una. Lo malo es que la más importante requiere adentrarse en lo más profundo del alma y eso siempre da mucha pereza. Luego merece la pena, porque cuando escarbas en la mayor oscuridad, ahí en lo más hondo donde apenas llega el aire, al final encuentras oro. Un oro que muy pocos saben apreciar. Esta noche voy a dedicarme a la minería. Pero mientras, como esto es mucho más fácil y rápido, he decidido escribir primero en este blog para quitármelo de encima cuanto antes.
Asusta bastante ver cómo la sorpresa y la incredulidad de hace 26 días se van transformando en aceptación y normalidad. La gente sigue acudiendo a los supermercados en masa, haciendo colas ridículamente largas para acabar con las existencias de alimentos tan básicos como los aguacates (luego dirán que somos los veganos los que los consumen) o el pan de molde. Supongo que el confinamiento, acompañado de las interminables sesiones de entrenamiento personal online, ahora gratuitas y accesibles para todos, hacen que aumenten las ganas de comer sándwiches de mermelada. Si no, no me lo explico. O quizá lo utilicen para hacer torrijas, que es lo más probable… Hoy sí que no sé sobre qué escribir. No encuentro nada de lo que quejarme ni nada que compartir que no sea uno de esos secretos que me llevaré a la tumba. Ni siquiera encuentro un poco de humor en mi mente, ni negro ni ningún otro… La verdad es que estoy un poco aburrida. Quizá sea porque ya soy incapaz de imaginar más maneras de vengarme de los políticos que nos han metido en este simulacro de pandemia. Me consta que muchos ciudadanos están perdiendo ya la paciencia, sin poder moverse de sus casas, haciendo que teletrabajan cuando ahí fuera todo el mundo está paralizado y los clientes brillan por su ausencia. Que lo de internet está bien para un rato, pero la mayoría de los humanos (yo no) prefieren salir y socializarse, cotillear con el vecino y hablar cara a cara con los demás. Nos han jodido, así con todas las letras. Pero es que llevan jodiéndonos desde que se inventó esta civilización que tan civilizada dicen que es. Yo creo que como llevábamos ya un tiempo sin una guerra, y la última crisis no impidió que la mayoría del pueblo siguiera divirtiéndose y yéndose de vacaciones, han querido crear una depresión de verdad para hundirnos en una miseria de la que solo los más ricos saldrán. El otro día me sorprendió escuchar decir a Íker Jiménez que nadie salía ganando con este estado de alerta sanitaria. Sospecho que Íker es un vendido. ¿Que no gana nadie, dice? ¿Cómo que no? Ganan los mismos de siempre: los que pueden apretar más la soga al cuello de los que andan siempre en la cuerda floja, en el límite de la pobreza. Ganan los que tienen puestos fijos con sueldos desorbitados proporcionados por el Estado, o sea, por los contribuyentes, o sea, por los trabajadores, esos que ganan menos de 1500 euros al mes, por ser generosa. A esos millonarios con puestos fijos no les importa pasarse dos meses encerrados en sus casoplones, como si es un año entero, que si tienes 100 000 euros en el banco ya puedes estar mucho tiempo sin cobrar, aun sin el subsidio del paro. Y estos no tienen 100 000 euros en el banco, tienen diez o cien veces más. Vamos, los puedo ver en mi mente, todos partiéndose de la risa mientras ven el telediario con sus televisores extraplanos de 50 pulgadas en sus minisalas de cine. Todos los demás saldremos considerablemente más pobres de esta, y muchos ni siquiera saldrán. No me incluyo entre estos últimos porque a pesar de todo mantengo la esperanza, que dicen que es lo último que se pierde, pero vamos, no hay que ser muy listo para darse cuenta de adónde nos lleva este cuento del Covid-19. Ni siquiera hace falta haberse leído 1984 para saber que ya estamos en un presente distópico, que vivimos en un mundo de felicidad ficticia y bulos continuos en el que la población vive presa de su propia estupidez. Y los que no somos estúpidos y no nos dejamos llevar por la ilusión, hacemos como Winston Smith al final del libro, porque en el fondo sabemos que poco podemos hacer para cambiar el sistema en el que nos encontramos atrapados. Guerra es paz.
Libertad es esclavitud. Ignorancia es fuerza. Hoy por fin he sabido lo que se siente al encontrarte tu cuenta bancaria en números rojos. Por un momento he pensado que alguien iba a tirar abajo la puerta de la consulta y me iba a inmovilizar en el suelo con una porra, para llevarme presa a la cárcel. Luego me di cuenta de que eso no era posible, porque ya estoy en ella. Menos mal que me pude hacer con esos bonos de internet de 5 euros que venden en el ultramarinos que hay al lado de la cancha de baloncesto. No duran mucho pero al menos me da tiempo a consultar mi correo y a seguir contactando con potenciales disidentes en Facebook, que como bien es sabido es lo que hacen todos los delincuentes cuando están presos.
No me ha afectado mucho lo de los números rojos. Era de esperar cuando el gobierno decretó que los autónomos les salvaran el culo en el estado de falsa alerta sanitaria. Lo malo es que ahora el banco vendrá a mí como si yo fuera la deudora, y la policía seguirá persiguiéndome como si yo hubiese hecho algo ilegal, en lugar de ir a por los verdaderos ladrones que son los políticos… Hmm, es curioso cómo están montadas las cosas en el 99% de los países, se ve que esos deben de tener algún grado de inmunidad al virus de la estupidez humana ilimitada (menos Donald Trump en concreto, claro, ese se lo debe de organizar de otra manera, o quizá es solo que aparenta ser estúpido pero no lo es). Aquí en la cárcel no hay mucho que hacer. No hay perros con otitis, no veo que ningún gato se cuele con heridas de mordedura, no veo cobayas con los molares sobrecrecidos… Por haber, no hay ni ratas en la cocina, que ya es triste, esto ni parece una cárcel como las de antes. Lo que sí hay es demasiado bicho muerto sobre las bandejas metálicas, así que ya he organizado mi primer grupo sobre veganismo, que cualquier lugar es bueno para difundirlo. Fuera a nadie le interesaba este tema, pero aquí se ve que andan tan aburridos como yo, y ya se me han apuntado catorce compañeros presos. Hoy es otro de esos días tranquilos en los que mi mente reposa como buena yoguini que soy. Mientras escribo contemplo el mar en el horizonte, más allá de los árboles. Me fascina que nunca es el mismo mar, aunque esté siempre ahí. Extrañamente, hoy no hay olas. La superficie luce gris y lisa, como si en lugar del Cantábrico enfurecido fuera un pacífico lago en medio de las planicies americanas. El agua también reposa como mi mente. El agua no se perturba por las emociones humanas. Por eso siempre le recuerdo a mi pareja, como hacía el bueno de Bruce Lee: «Be water, my friend.» La temperatura hoy es la ideal también. El cielo está nublado pero hasta me sobran los guantes, y con la puerta abierta me llega el piar constante de los pájaros, revueltos por la llegada de la primavera. Ellos no se preocupan por virus ARN ni nada que se le parezca, saben que tienen vida y que tienen que vivir, con eso es suficiente. Y cuando se acabe, pues ya volverán. Las cosas son muy simples, si uno las quiere ver así. Creo que los humanos somos los únicos animales que lo complicamos todo innecesariamente. Pensamos demasiado. Sentimos demasiado. Nos angustiamos demasiado, cuando todo tiene arreglo, incluso la misma muerte (en contra de la creencia popular).
Uno de mis personajes favoritos de El Señor de los Anillos siempre fue Faramir. Me refiero al personaje original del libro, ya que el de la película fue un poco distorsionado y no se aprecia su verdadera profundidad: su pacifismo, su amor por las letras, por el conocimiento, y, al mismo tiempo, su faceta de capitán que intenta ser justo y ecuánime, y no caer en la crueldad. Su faceta de luchador más o menos le viene impuesta por las circunstancias del mundo en el que vive, pero aún así sobresale por su habilidad y su sabiduría. Sí he de reconocer que la escena con su padre, Denethor, es una de las más impresionantes y conmovedoras de toda la trilogía. Abatido por la muerte de su primogénito, Boromir, en el que tenía puestas todas sus esperanzas, Denethor ordena con desprecio a Faramir que ocupe su lugar. Es ahora cuando tiene la oportunidad de demostrar su valor. Le envía a defender Osgiliath, sabiendo que su caída es inevitable. En realidad, le está enviando a una muerte casi segura. Y Faramir acepta.
Eso es un verdadero sacrificio, por cierto, no lo que llaman «sacrificio» en estos días de alerta sanitaria. |
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